sábado, 27 de febrero de 2016

El Lago Nilan, Augusta, Condado de Lewis y Clark, Montana.


Caminaba trabajosamente a través del estrecho sendero, siempre cogida de su mano, y tropezando continuamente con piedras sueltas y raíces que brotaban en los laterales del camino. A ratos, el suelo se convertía en un lodazal, encharcado por las últimas lluvias. Él caminaba seguro de sí mismo, mientras cargaba con la mochila, siempre pendiente de ella. “Vamos, ya no queda mucho, ¿ves el recodo del camino? Justo después de esa curva ya encontraremos el lago”.

Era uno de esos primeros días soleados de primavera, la corta primavera de Montana, que apenas dura unas semanas, después del largo invierno en el que el campo se cubre de nieve durante meses. Habían decidido disfrutar el día, él le dijo que conocía un lugar, en el lago Nilan, donde nadie les molestaría, así que la recogió bien temprano en la ranchera de su padre y recorrieron las escasas 5 millas que separaban Augusta, Montana (504 habitantes) hasta el lago Nilan – el lago, en realidad, era el resultado de un antiguo embalse, construido décadas atrás como reserva de agua dulce para regar los campos – y una vez llegaron a la orilla por el acceso principal, tomaron un desvío siguiendo una pista de tierra que se iba estrechando paulatinamente, hasta el punto donde dejaron aparcado el vehículo para continuar a pie.


Alice era precavida, y pese al sol que imperaba en el cielo absolutamente azul y sin nubes, llevaba ropa de abrigo, ya que como decía siempre su padre “uno no se puede fiar de esos vientos que bajan de las Rocosas, tan pronto se llevan las nubes al sur, hacia el Condado de Jefferson, como te cubren de nieve hasta las cejas sin previo aviso”. Conocía a Ernie del instituto, aunque nunca coincidieron en ninguna clase. Ella continuaba estudiando, y pronto tendría que decidir sobre su futuro, pues se graduaba en el próximo junio; en cambio, Ernie había abandonado el instituto para trabajar con su padre en el único taller del Augusta, reparando coches y tractores. “¿Qué te dije? Justo el recodo y el lago, ya hemos llegado. Pero mira, no hay ninguno de esos pescadores, aquí no nos molestará nadie”.

Merriet recogía el plato y el tazón del desayuno de su hija y su marido, al tiempo que preparaba el de Ted, el menor de sus hijos. Sonaba la radio pero apenas la escuchaba mientras fregaba, calentaba la sartén, partía las rebanadas de pan y recogía las migas de la mesa. Tampoco escuchó a Ted llegar a la cocina, con la ropa de dormir y en calcetines, con el pelo revuelto. “Mamá, ¿dónde están todos?” preguntó mientras se sentaba. “Pues tu padre se ha ido con los demás, a limpiar las cabañas de caza, y Alice me ha dicho que iba al lago Nilan, con Ernie, ese amigo suyo nuevo. ¿Tu conoces a Ernie, te suena de algo? Por cierto, ¿cuántas veces te tengo que decir que te vistas para desayunar?” Merriet calentó las tortitas en la sartén, y las dejó allí mientras acercaba los cereales, la mermelada y los platos a la mesa. “No sé, trabaja en el taller, parece simpático, pero no lo conozco mucho, no juega ni a fútbol ni a baloncesto, es mayor que yo. ¡Mamá, que se queman!”. Ambos se sentaron a desayunar sin hablar durante un rato, Merriet ya había comido algo con su hija, así que tan solo tomó otra taza de café y la mitad de una tortita con mermelada. Estaba absorta, adormilada, sin atender a nada, y no escuchó la noticia en la radio. “Mamá, ¿no has oído? Es Laura, la chica de la panadería, la están buscando, parece que no ha pasado por casa en tres días”. Merriet levantó la vista hacia su hijo. “¿Cómo? ¿Laura? No estaba atenta. Es buena chica. Esperemos que la encuentren pronto.

La mañana avanzaba y el sol seguía reinando en el cielo, sin ningún atisbo de nubes y los vientos de las Rocosas seguían en calma. Ernie se había atrevido a meterse en el lago, nadando hasta mucho más allá de donde hacía pie, y ahora estaba tumbado sobre la manta mientras Alice le frotaba con la toalla. “Estás loco, Ernie, suerte tendremos si no pillas una pulmonía”. Mientras le frotaba, él le hacía cosquillas cada cierto tiempo, y jugaban, rodando en la manta, abrazándose. A cada momento, los abrazos se prologaban más, hasta que ella dejó la toalla a un lado. Estaba nerviosa, pero no sentía miedo, Ernie se comportaba de forma tranquila, jugando pero sin abalanzarse bruscamente sobre ella, avanzando poco a poco, hasta que comenzó a desabrocharle la camisa. “Hum... Hola chicos, no quiero molestar, pero esto es importante”. Se dieron la vuelta rápidamente, y Alice apenas tuvo tiempo de taparse con la toalla antes de ver al agente Newday hablándoles desde la orilla, mirando pudorosamente hacia un lado. “No os preocupéis, no vengo por vosotros y lo que hagáis aquí es cosa vuestra, confiad en mí”. Ernie se incorporó, “¿qué pasa agente?” dijo aún sin la camiseta. “Nada. Bueno sí, sí pasa algo. ¿Habéis visto a alguien por aquí?”. “Que va, agente. No hemos visto a nadie. Tan solo un par de furgonetas de pescadores, pero estaban allí” dijo Ernie señalando a la cabecera del lago. El agente frunció el ceño. “¿Nadie más? Bueno, os dejo tranquilos, tened cuidado” dijo girándose hacia el camino. “Pero ¿qué ocurre, agente?” esta vez era Alice la que hablaba, ya con la camisa abrochada. “Es Laura, la chica de la panadería. No aparece. Parece ser que alguien la escuchó decir que venía al lago, pero no sabemos con quién. Ya en serio, tened cuidado, volved pronto a casa y, si veis algo, id a la oficina del sheriff en el pueblo. Hasta luego”.




Marriet escuchaba a la gente parlotear en la tienda, todo el mundo opinando, pero sin aportar nada nuevo, nada seguro. Todo el mundo tenía una opinión. Era una chica buena y ordenada. Sí, pero acababa de dejar a Fred, su novio de toda la vida. Pero no es propio de esa chica desaparecer así, sin más. La juventud, ya se sabe, aventuras y locuras. La vieron con ese chico, no sé cómo se llama, el alto, moreno. Trabaja en la gasolinera. No, ese no, ese es Robert, le he visto esta mañana. No sé, pero a ese chico le vi el lunes en la tienda de repuestos, y por la tarde tomando un refresco en la cafetería de Marnie, con Laura y la otra chica. ¿Qué otra chica? Mary, de los Pullman, creo. No Mary no, era esa otra, la que aún va al instituto en el autobús todas las mañanas. Alice, creo que se llama.



Ernie parecía enfadado, la interrupción del agente le había cambiado, y pese a que Alice había insistido, no había querido permanecer allí tumbados. Se vistió y empezó a recoger. “Vamos, conozco otro sitio donde no nos molestarán. Y esta vez no vendrá ningún agente a meterse donde no le llaman". Metió la toalla y la manta en la mochila y se la colgó a la espalda, “vamos, por el camino, a la ranchera”, dijo tendiéndole la mano. Alice dudó, pues no conocía este aspecto de Ernie, pero no tenía opción. La única forma de ir a casa era con él, la única forma de llegar a la cabecera del lago era ese camino. Tomó la mano y le siguió. Llegaron a la furgoneta, se montaron y recorrieron parte del camino de vuelta, pero pronto tomaron otra pista de tierra, girando a la derecha, hacia las montañas. “Llévame a casa Ernie, quiero ir a casa”. “No te preocupes, en la cabaña no nos molestará nadie, está aquí cerca”.

El agente Newday tenía orden de visitar todas las cabañas de caza de la zona del lago, y por ahora no había encontrado nada interesante. La mayoría de ellas estaban aún tal y como el invierno las había dejado, cubiertas de ramas; en otra encontró a una cuadrilla de hombres retirando lodo y despejando el camino a otra cabaña. Tampoco habían visto nada. Le quedaba una por visitar. Aparcó el coche y encendió el walkie-talkie, camino arriba hacia la cabaña. A unos metros encontró una ranchera, era la de los chicos del lago. Junto a la puerta, en el suelo, estaba una mochila y un abrigo femenino tirado. “Chicos, creo que tengo algo, voy a ver”, dijo desenfundando la pistola. Se acercó sigilosamente. Junto a la puerta, entornada, encontró unos zapatos y unas botas de campo. Buscó una ventana lateral para echar un vistazo al interior. Al girar la esquina de la cabaña, por la ventana, vio la piel desnuda de una chica, y al acercarse la escena se fue completando. Allí estaban los dos chicos, desnudos, abrazados y dormidos. Espero un rato, para comprobar que ambos pechos se hinchaban por la respiración. El chico estaba de lado, dándole la espalda, la chica estaba más cerca de la ventana, y pudo observar todo su cuerpo, desnudo, joven, pálido. Respiraba lentamente.

Marriet caminaba de vuelta a casa, aturdida y asustada, pero sin poder creer ninguna de las ideas que le pasaban por la cabeza. No había querido intervenir en la conversación de la tienda, no serviría de nada, esa gente opina sin saber, y un altercado con un vecino nunca es algo bueno. Salió de la tienda con sus bolsas y cruzó la calle hasta llegar a la plaza, que atravesó sin levantar la mirada del piso. Llegó a la acera, y se disponía a cruzar de nuevo, ya había adelantado un pie cuando el ruido estridente de una sirena le hizo retroceder. Dos coches patrulla pasaron delante de ella, a toda velocidad y con las sirenas puestas. El corazón le dio un vuelco en ese momento y una de las bolsas se le deslizó de la mano y golpeó el suelo.

“Newday, déjalo. Ya está. Ven rápido, al apeadero de Simms, no tardes” dijo una voz metálica y autoritaria a través del walkie talkie.