Yo soy un hombre normal,
como cualquier otro,
como la mayoría.
Un hombre normal,
que no se afeita cada mañana
y que tarda más de una hora en salir de la cama.
Soy un hombre normal,
que no sabe cuánta ropa tiene
ni dónde la guarda.
Un hombre normal,
que llora viendo fotografías
y películas que ya ha visto
más de cien veces.
Soy un hombre corriente,
al que no le gusta el fútbol
ni las carreras.
Otro hombre cualquiera,
que a veces, solo a veces,
escribe poesía,
y de vez en cuando,
se desvela leyendo novelas.
Un hombre que no sabe conservar
a nadie a quien decir
´buenos días´ cada mañana.
Ya te digo, un hombre corriente,
que tiene sus días
y sus días;
que sabe ser amable,
tomarse una caña
y unos chicharrones;
un hombre que no soporta la vida
sin belleza,
pero que es capaz de vivir
dos años
sin colgar un cuadro.
Yo soy un hombre normal,
al que la vida,
con su torrente irrefrenable,
le ha pasado por alto.
Que la vida se compone
de vacíos y de silencios
es algo que se tarda en comprender.
Llenamos el espacio, lo ocupamos,
con edificios
insolentes,
con una infinidad de sonidos,
de ruidos y palabras.
Llenamos espacio y tiempo
con tareas inútiles,
ocupaciones y preocupaciones
que no llevan a nada.
Pero la vida está en los espacios,
en las plazas, en el aire vacío
en el que bailan bandadas de estorninos.
En el silencio silbante
del viento en las esquinas;
en el espacio que dejan
las hojas caídas del álamo.
En el silencio tras la última nota
de una sarabanda de Bach,
En el espacio sugerido
de las instalaciones de Pevsner,
En tu forma de de callar
cuando, tras besarme,
poco a poco,
sin dejar de mirarme,
te alejas,
y no dices nada.
-------------------------------------------
II
"Bricolaje"
Llevo dos días sin salir de casa,
sin hablar con nadie,
viviendo en silencio.
Paso el tiempo observando
todo lo que tengo por hacer,
todas esas pequeñas tareas,
bricolaje,
que se me acumulan
y que temo afrontar.
Un espejo, una lámpara,
ese enchufe.
Y yo en el sofá, inerte.
Salgo a la calle, voy a la tienda,
a buscar ese martillo
que me hace falta,
y aquí estoy,
tomando un café
y escribiendo sobre vacíos
y tiempos muertos.
Sin el martillo.
Procrastinando.
Llevaba un año sin escribir,
dos años sin poesía.
-------------------------------------------
III
"Granado"
Paso el tiempo mirando las pobres plantas
que tengo en el salón.
Han tenido mala suerte,
soy también un torpe jardinero.
Me sorprenden las que sobreviven,
algunas fuertes y vivaces,
y me apenan (no mucho, la verdad)
las que se van rindiendo.
Hay un pequeño granado
que lucha
y parece sobrevivir.
Pasó una mala temporada al llegar,
perdió hojas y frutos.
Pero un tiempo después le veo
pequeñas hojitas verdes
nuevas ramitas tiernas,
y una nueva alegría.
No soy Machado -ni lo pretendo-
pero a mi granado,
seco y marchito,
algunas hojas verdes le han salido.
Veremos si llegan al verano.
-------------------------------------------
IV
"Tiempo"
Cuando algo comienza,
indefectiblemente,
ya ha terminado.
Cuando se presenta una disyuntiva,
desde el primer momento,
ya hay una decisión tomada.
Cuando hay un riesgo,
y decides tomarlo,
ya hay un daño hecho.
El tiempo es solo un espacio muerto
que nos inventamos
para no afrontar
las consecuencias
y los daños.
2018, Granada,
invierno, media tarde, aún con luz natural.
Interior de una
cafetería en la Bib-Rambla.
Él: “No creo que esto
pueda seguir así, la verdad.”
Él lleva una americana
de tweed -de espiguilla, que diría su madre- y una camisa gris
arrugada y no levanta la mirada de la taza al decir esto, mientras
remueve el chocolate caliente con especial cuidado de no golpear los
laterales de la taza con la cucharilla.
Fuera, en la plaza, los
árboles desnudos se recortan oscuros sobre un ambiente de luz fría
y clara de invierno. La plaza no está especialmente transitada y los
pajarillos y las palomas revolotean tranquilamente, saltando de los
brazos de los faroles a los bancos sin tener que reparar en los
cuerpos de las manadas humanas que habitualmente transitan la plaza.
Ella: “Ya estamos, otra
vez. Pero si sabes que luego vuelves encantado.”
Ella lleva un gorro de
lana de varios colores, todos ellos cálidos (rojos, naranjas y
amarillos variados), calado casi hasta las cejas. El cuerpo lo lleva
envuelto en una rebeca también de lana, ahora simplemente gris, que
parece varias tallas más grande de lo adecuado. Ella le suele
repetir que es la moda, que ahora se lleva así, él le replica que
le recuerda a las protagonistas de las películas de Woody Allen de
los primeros años ochenta, una Diane Keaton o Mia Farrow en
pequeñito y sonriente. Ella no había visto las esas películas
hasta que el día que él se puso farruco y le obligó a verlas; no
le gustaron, pero le encantó ver como él disfrutaba y se emocionaba
mientras le explicaba cada referencia y cada detalle.
Él: “No, en serio,
esta vez te lo digo en serio. No creo que debamos seguir con esto. No
es que no me lo pase bien, ya lo sabes. En realidad, me encanta, no
te voy a mentir. No te rías, que te hablo en serio, que nunca me
tomas en serio, pero mira, esta vez no va a quedar otra.”
Él mira por la
cristalera de la cafetería mientras le dice esto, y mientras tanto,
ella alarga su brazo para cogerle la mano, haciéndole soltar la
cucharilla de golpe, provocando ese ruidito que siempre le hace
torcer la boca. Él se deja acariciar la palma de la mano, y ella
acoge su mano entre las suyas y, suave, despacio, sin prisas, la
acaricia dorso y envés, deteniéndose las zonas tiernas y blandas
de los dedos. Él mira por la ventana, y no puede dejar de recordarse
a sí mismo en esa misma cafetería, misma silla y misma mesa, misma
decoración cristalera, mismo chocolate y bollo suizo, misma
conversación pero distinta compañía, dieciocho años atrás en el
tiempo.
Ella: “¿Te acuerdas
del día que nos conocimos? Yo sí. Sigues igual de patoso y de
tímido.”
Él: “Claro que me
acuerdo. Primer día de curso, primera vez que me toca, por fin, dar
el curso de Historia del Arte en bachillerato. Me confundí de aula.
Yo queriendo dar impresión de tipo serio, y me confundo de aula; me
tiré quince minutos hablando de la importancia de la inutilidad del
arte a un grupo de tecnología que no entendía nada. Para
olvidarlo.”
Ella: “Y cuando
entraste en nuestra clase estabas completamente colorado. No
levantaste la vista de los zapatos ni para mirarnos a la cara cuando
pasaste lista.”
Él: “Pasé lista al
final de la hora, después del timbre. Se me había olvidado.”
Ella, sonriendo y
ladeando la cabeza: “Estabas adorable. Los demás se reían de ti,
pero a mí me encantaste desde el primer día. Estabas tan adorable
como la primera noche que te quedaste aquí, en mi piso de Granada.”
Él: “Estaba igual de
abrumado. Me sentía igual de torpe.”
Ella arrimó la silla a
saltitos, haciendo ruiditos, hasta que estuvo lo suficientemente
cerca como para pasarle el brazo por detrás de la cabeza y comenzar
a darle pequeños y lentos besos entre el cuello y la mejilla. Él
volvió a sentirse azorado, algo sobrepasado, pero la lana mullida y
el contacto con de los labios de ella en su piel, entre maternales,
infantiles y sensuales, le devolvieron el calor al cuerpo, y poco a
poco se fue abandonando, levantando la mirada de la taza, hasta
encontrarse con los ojos entre marrones y verdosos de ella a la
altura de los suyos, a pocos centímetros de distancia, desenfocados
y redondeados.
2013. Jerez de la
Frontera. Mañana luminosa del final del verano o inicio de otoño.
Exterior, Calle Larga junto a la Glorieta de los Casinos.
Ella: “¡Profe! ¡Eh,
Profe! ¡Hola!”
Él se giró
sobresaltado, buscando entre la multitud que no paraba de entrar y
salir de las tiendas, cargando con bolsas de varios colores,
abarrotando la calle hasta donde abarcaba la vista. Tras un momento,
por fin localizó la voz que le llamaba. En la parada de autobús,
frente al banco, un figura menuda, todo ojos y sonrisa, levantaba el
brazo intentando captar su atención. Esquivando familias, él se
dirigió hacia allá devolviendo el saludo con la mano.
Él: “¡Irene, que
alegría! ¿qué te cuentas? que no sé nada de ti desde del año
pasado. ¿Qué tal todo por Granada?”
Se saludaron con dos
besos afectuosos, pero manteniendo cierta distancia. Él le cogió
los hombros con las manos, pero se guardó de abrazarla o mostrar
mayor cercanía.
Ella: “Genial, profe,
genial. Fui a los sitios que me dijiste, y bueno, a ver, interesantes
y eso sí, pero un poco aburridos. Pero tenías razón en todo lo
demás, Granada es para flipar, hay mil cosas que hacer cada finde.
Te tengo que contar los conciertos y las exposiciones. ¡Ah! Me
apunté a clases de fotografía, te tengo que enseñar todo, y no,
ya, eh, no, no es rollo instagram, no te vuelvas a poner tan pesado,
que no veas la paliza que dabas.”
Él seguía enfrente de
ella, sonriéndole mientras ella le iba contando, gesticulando y
dando saltitos.
Ella: “Y tu, ¿qué
tal? ¿sigues en el insti? ¿sigues dando el arte? Lo tienes que dar
tu, que como lo vuelva a dar el canoso, no veas que pena.”
Él: “Anda, que Jesús
es mucho mejor que yo, de largo. Qué va, cambié este año de
instituto, sigo aquí en Jerez, pero mira, estoy bien. Yo creo que ya
me quedo aquí y dejo de dar vueltas.”
Ella: “¿Mejor que tu?
Ni de coña, ya tendrá el doctorado y todo eso, pero es un rollazo,
tu lo hacías mucho mejor, nos enterábamos de todo.”
Él: “Bueno, de todo,
de todo, no sé yo, que me cargaba a media clase cada evaluación.”
Ella: “Ya tío, pero es
que los demás pasaban de todo. Todos le pedían los apuntes a Laura
el día antes y se pegaban la paliza la noche antes a ver que
pasaba.”
Él: “Y las chuletas,
que me enteraba de todo, eh.”
Ella: “Ya, pero desde
que pillaste al Fran, se cortaban más.”
Él: “Total, para lo
que les servían las chuletas. Pero deja eso, cuéntame, ¿qué tal
la universidad? ¿Qué tal esa literatura? Tienes que contarme, que
no me has mandado ningún email.”
Ella, dubitativa: “Pues
sí te tengo que contar, profe. No sé si te vas a enfadar o te vas a
alegrar, la verdad. He dejado la Filología, no podía con la
semántica, la gramática y todo eso, y el latín, uf.”
Él, asombrado (o
fingiéndolo): “¿No? ¿de verdad? Mira qué sorpresa, de verdad,
qué sorpresa. Cómo si nadie te hubiera advertido antes.”
Ella, con aspavientos:
“Jo, sí, profe, tenías razón.”
Él, sonriendo: “Venga,
dime, ¿qué vas a hacer ahora? ¿en qué te has matriculado?”
Ella, mirando el móvil,
mirando alrededor, mordiéndose el labio: “Hum, ¿tienes tiempo? Te
invito a un café.” Le coge el brazo tirando de él. “Vamos a la
Moderna, que está aquí al lado. Me he matriculado en Historia del
Arte, profe. ¿Qué te parece?”
Él, con la sorpresa
(ahora sincera) en la cara, se deja arrastrar.
2016. Salobreña,
amanecer de una primavera casi veraniega.
Interior de un
dormitorio con un ventanal con vistas al mar.
La
luz suave del amanecer entra por el ventanal, dejando sombras largas
y casi horizontales en la habitación. Él, desnudo, sale del aseo y
se para observando el cuerpo de ella sobre la cama. Desnuda, pequeña,
redondeada y suave, abraza la almohada y duerme, con una respiración
tranquila y casi inaudible. Un rayo de sol cae directo sobre su
espalda y su cadera, subrayando el tatuaje que parece saltar a la
vista, abalanzándose sobre quien lo mire. De repente, la respiración
se entrecorta y la pierna izquierda se mueve con una patada refleja.
Él se da la vuelta y se dirige a la pequeña cocina, empotrada en el
pasillo de entrada, y se prepara un café frío. Cuando se gira y
vuelve a encarar la habitación, el ventanal y la terraza, ella se
gira y se despereza, abre los ojos, le mira.
Ella:
“¿Qué haces? ¿llevas mucho tiempo ahí, mirándome?”
Él:
“No mucho, un rato. Me desperté y mira” -le muestra el café-
“iba a sentarme en la terraza, no hay mucho más que hacer en el
piso, ¿verdad?”
El
piso, por llamarle así, era un pequeño estudio de apenas veinte
metros cuadrados, con el baño ocupando una esquina, una pequeña
cocina empotrada en el pasillo de entrada, el espacio justo para una
cama, un pequeño sofá de dos plazas con una mesita baja, y el
ventanal y la terraza, casi más amplia que el piso. Lo encontró él
mirando ofertas de última hora para el puente de mayo, un par de
días atrás.
Ella:
“Eres capaz de salir, así, en pelotas, que te vea todo el mundo.
Anda, ven a la cama conmigo.”
Ella
estiró los brazos hacia él, como una niña pequeña abriendo los
brazos para llamar al abrazo de un adulto. Él se quedó
observándola. Lentamente bebió el café sin apartar los ojos de
ella, que seguía con los brazos estirados.
Ella:
“Anda, ven. Veeeeeeen” -pataleó- “¡veeeen, no me dejes aquí
sola!”
El
ladeó la cabeza, volvió a beber el café y, muy despacio, dejó la
taza sobre la mesa, y se acercó a la cama, “dios mío, qué estoy
haciendo”dijo, y se dejó engullir por el revoltijo de bracitos y
piernecitas desnudos que le reclamaban.
2018.
Granada, una calurosa mañana de verano.
Exterior, Paseo de
los Tristes, abarrotado de turistas con planos y cámaras de fotos,
chanclas, gorras y gafas de sol.
Él
camina esquivando turistas, tranquilo, con la mano en los bolsillos y
los ojos escondidos tras unas gafas de sol que, resulta evidente, no
están a la moda. No lleva una dirección fija y se va parando
observando la pequeña corriente de agua que discurre en paralelo al
paseo; a cada rato, se apoya en el pretil, cuando los turistas dejan
algún espacio libre, y observa los gatos, tan numerosos como
siempre, acicalarse y dormitar al sol.
Una
pareja con la piel roja por el sol, con el uniforme oficial de
turista americano (“repartirán esos gorritos en el avión, seguro”
piensa él), le presenta un plano de la oficina de turismo, intentado
señalar algo en él.
Él:
“Yes, of course.” (toma el plano, lo gira noventa grados y
comienza a orientarles) “We are just here, look, here. You just go
straight, and then, look here, turn left. You can't miss it, it's a
steep slope. Five minutes away.”
La
pareja se deshace en agradecimientos y le alaban en inglés mientras
retoman su camino. Él no tiene ánimos para explicar los dos años
de lectorado en Baltimore y les deja marchar. Continúa su camino,
hasta que decide él mismo girar a la izquierda y adentrarse en el
Albaicín, pero evitando las vías principales, llenas de turistas en
procesión hacia el mirador de San Nicolás. Mientras traza y recorre
caminos secundarios no puede dejar de pensar en las diferentes
ciudades que viven en Granada. La turística, cada vez más
dominante, con hordas de grupos que siguen paraguas rojos, escuchando
indicaciones escasamente cercanas a la realidad histórica; con sus
puestos y tiendas de “Agua fría-Water-2 euros”, sus bares de
tapas tipical espanish y paella; los pubs de chupitos gratis que
toman el relevo cada noche. La universitaria, con sus pisos cutres en
el Beiro y la Chana, sus bares de litro de cerveza a tres euros; de
carpetas y portátiles, de folios en las cafeterías. Y la clásica,
la familiar, la que vive en invierno y celebra la Toma, para huir en
Semana Santa y Verano a refugiarse en Almuñecar o la Herradura. De
señoras todas rubias con el abrigo de piel que van del brazo de su
señor, abrigo verde de rigor, camino de la Iglesia de Nuestra Señora
de Gracia cada domingo por la mañana.
Y
recuerda todas sus Granadas, la del piso de estudiantes junto a la
Plaza de la Trinidad, las cañas en la plaza del Botánico, los
conciertos en Pedro Antonio, las lecturas y exposiciones en el
Realejo. La de la sustitución aquella, al poco de comenzar la
docencia, en el instituto de dinosaurios que solo buscan la
jubilación, todos treinta años mayores que él; aquella Granada,
solitaria, cerrada, que le ayudo a aprobar la oposición ese mismo
año. Pero en cada rincón, en el portal de cada carmen, en cada
chino de cada cuesta, siempre aparecía una nueva Granada que se
sobrepone a los recuerdos anteriores. La Granada que volvió a
descubrir del brazo de Irene este último par de años, en fines de
semana salteados, invitando siempre al japonés nuevo de Pontezuelas,
evitando los bares universitarios, con los paseos fuera de las rutas
oficiales, con las horas en la Capilla Real de la Catedral, intentado
explicarle lo maravillosa que era la rejería; las excursiones a la
sierra, a las Alpujarras...
Recibió la llamada del
doctor durante la última hora de clase que, por fortuna,
correspondía con el grupo de alumnos de último curso y pudo, tras
disculparse, salir al pasillo y atender al teléfono.
"De acuerdo doctor....
sí, entiendo... le agradezco su preocupación, me hago cargo... nos
vemos en la consulta, un saludo.”
Continuó con la clase
los escasos veinte minutos que restaban hasta el final de la jornada,
tranquilo, siguiendo la explicación del desastre de Annual desde el
mismo punto que la había dejado, llegando hasta la investigación y
posterior no publicación del Informe Picasso y su relevancia de cara
al próximo golpe de Primo, justo como había planificado.
Llegó a casa y encontró
la mesa preparada y la comida lista para servirla, y tuvo el tiempo
justo para dejar su maletín en el estudio para encontrarse con Ana
saliendo de la cocina, llevando un par de cervezas a la mesa. Desde
que el turno de Ana en el trabajo cambió, ella se encargaba siempre
de preparar la comida y la mesa, así como de sacar a Yuki a pasear
antes de que él llegara del instituto. Después, él se encargaría
de recoger, poner el lavavajillas y la lavadora, recoger a Nico del
colegio y dar un paseo con el niño y la perrita, así como de
preparar la cena para los tres antes de que Ana volviera a casa sobre
las nueve de la noche. En mitad de esa rutina, habían encontrado la
forma de reservarse una hora escasa para ellos dos, justo después de
comer, y respetaban ese tiempo de forma escrupulosa.
Dejaban a la
perrita en el patio, con su agua, su pienso, su manta y su pelota;
dejaban también los platos sucios sobre la mesa, sin recoger nada,
apenas apagando la televisión, para compartir una siesta juntos.
Siempre igual, ella corría a bajar la persiana mientras él
comenzaba a desvestirse y ponía el despertador del móvil, y en un
instante se encontraban entre las sábanas en una relativa oscuridad.
Algunos días simplemente se abrazaban unos instantes y al momento
cada uno se giraba hacia su lado de la cama y dormían, otros pasaban
los cuarenta y cinco minutos escasos charlando en voz baja, con calma
sobre el día a día (hace falta llevar el coche a la revisión, el
año que viene me toca la jefatura del departamento y no me apetece
nada el papeleo, Nico ha traído un dibujo del cole precioso, él y
Yuki corriendo por una montaña), otros se buscaban con menos pausa y
más ganas para aprovechar el único tiempo disponible para disfrutar
el uno del otro.
Ultimamente, desde que Nico estaba con el
tratamiento, pasaban más tiempo juntos, abrazados, apenas sin
hablar, pero sin dormir, simplemente acompañándose. Hoy ella le
buscó, jugando y alternando cosquillas con caricias, pero un gesto
de cansancio y un giro hacia su lado de la cama puso fin al
encuentro. Durante unos minutos simuló dormir, hasta que escuchó
como la respiración de Ana se tranquilizó y adquirió ese ritmo tan
particular, con un pequeño soplido que no se podría llegar a llamar
ronquido, que indicaba sin lugar a dudas que se había dormido. Pasó
el tiempo observándola, tumbada de medio lado, despeinada y con la
boca medio abierta, y dando pequeñas patadas espasmódicas a cada
rato.
Una vez Ana salió de
casa, recogió la mesa y puso los platos y vasos en el lavavajillas,
olvidó la lavadora, y se encontró con Yuki en la entrada del piso
con la correa en la boca, mirándole y meneando el rabo. “Venga,
hoy te va a tocar un paseíto largo”.
Móstoles es un ciudad
sin personalidad, anodina, aburrida, intercambiable. El único
atractivo que le había encontrado era la cercanía al nudo de la
M-50 y la A-5, la estación de tren y el instituto donde trabajaba.
El resto era sencillamente olvidable. Antes de comprar el piso, antes
de que llegara Nico, intentó convencer a Ana para pedir traslado a
alguna otra ciudad, alguna capital de provincia, algún sitio
tranquilo como Cáceres, Ciudad Real, Jaén o Cádiz, algún sitio
con personalidad, un casco histórico, pero con todos los servicios
necesarios, y sobre todo, lejos del monstruo invivible de Madrid.
Pero ella no lo vio
claro y al final compraron el piso, un buen precio, una buena zona,
buena distribución, en un buen barrio. Pero anodino como todo el
resto de la ciudad. Bajó el parque de los Rosales con Yuki tirando
de la correa y recorriendo y olisqueando todos los rincones,
arbustos, bancos y farolas. Orinó donde siempre lo hace, junto a la
papelera, antes de llegar a la fuente que, si estaba encendida, le
asustaba con el ruido del agua. Continuó por la avenida hasta llegar
a la Universidad, para acercarse un barrio algo más viejo que el
suyo. Paseó observando los edificios, auténticas colmenas, máquinas
de vivir, almacenes de familias en seis alturas. Por esta zona, algún
gerente de urbanismo había intentado alegrar la vía pública
plantando rosales en una mediana que dejaba excesivamente estrechos
los dos carriles de circulación, y salteando las aceras con árboles
y jardineras. Pero la calle no había sido diseñada para ello, y el
resultado era un espacio algo agobiante, abigarrado. Para más inri,
a estas alturas de año las plantas y árboles ya se habían secado,
y aún faltaban un par de meses para llegar al verano.
Llegó a la
pequeña plaza junto al Centro Social del barrio, con unos bancos de
hormigón completamente cubiertos de grafitis y con las papeleras
medio destrozadas. Aquí el vecindario había cambiado, los edificios
eran más bajos, los espacios más pequeños, se veían las ropas y
sábanas colgadas en las ventanas y las fachadas eran recorridas por
manojos de cables que saltaban de edificio a edificio. También los
habitantes habían cambiado respecto a su barrio, grupos de chavales
con ropas holgadas, con capuchas o gorras, fumando y compartiendo
bebidas mientras varias músicas excesivamente repetitivas se
entremezclan al salir de los móviles; los tonos de piel se van
mezclando, y los atuendos incluyen telas con colores llamativos y
algún que otro velo; de una ventana brota una bachata
inidentificable.
Yuki le mordió los
bajos del pantalón y esto sirvió para darse cuenta de que la pobre
estaba cansada, no reconocía la zona y quería irse a casa. Miró el
reloj y se asustó al darse cuenta de que apenas le restaban quince
minutos para recoger a Nico del colegio (comedor, clases de yoga y de
inglés) y llegar a casa. “¡Vamos, que llegamos tarde!” dijo en
voz alta al pobre animal, que ladró, pareciendo entender.
Ana llegó sobre las
ocho y media y se encontró con una sorpresa, “¡hoy cenamos pizza,
mamá!” le dijo Nico nada más verla, mientras le abrazaba. En el
cruce de miradas, ella intercambió una interrogación con la
disculpa que él le ofreció (cejas y hombros elevados, media
sonrisa). A las diez, Nico ya estaba en la cama, Ana preparaba la
comida del niño para el día siguiente, mientras él salía de la
ducha ya con el pijama. “¿Qué peli ponen hoy? ¿te apetece ver
algo?”, “Ana, ven aquí, un momento”, respondió él. “¿Qué
pasa?” dijo ella mientras se acercaba. Él la abrazó, primero con
suavidad, pero fue aferrándola cada vez más fuerte, mientras le
respondía “ha llamado el doctor, ya están los análisis de Nico”,
apretó el abrazo un poco más mientras comenzó a notar los
temblores que recorrían todo el cuerpo de su mujer.
Decía Kundera, no recuerdo en qué libro (y si no lo decía, en realidad no me importa) que crear un personaje no se acababa en crear sus características, si no que de cada personaje hay que descubrir ese 'algo' que lo hace único -ese problema, ese motor, ese reto, ese trauma- que permite articular un relato a su alrededor, para, a partir de los relatos de los diferentes personajes y sus conflictos, elaborar la novela.
A base de escuchar a mi padre durante años, especialmente durante mi adolescencia (es decir, mientras él pasó de los cuarenta a los cincuenta) poco a poco fui interiorizando parte de su motor, y éste no era otro que la reacción contra su padre y aquello que su padre simbolizaba. Ingeniero brillante y joven, mi abuelo se incorporó voluntario a las líneas del ejército sublevado en el treinta y seis, y debió hacerlo bien y satisfacer a las altas esferas, pues tras el conflicto pasó a ocupar puestos como alto cargo dentro de algunos ministerios. Mi abuela, ajena a la nomenclatura y traduciendo directamente del catalán, siempre nos decía que llegó a llevar personalmente 'todo lo del aceite' y que llegó a ser invitado a cenar en El Pardo.
Ésto se tradujo en viviendas en el barrio de Salamanca en Madrid, colegio privado de élite para mi padre -no, el Pilar no, el de al lado- y hasta coche oficial. Carrera de Económicas y puestecito de alumno-colaborador (una especie de becario de la época) con catedrático apadrinando incluido. Y creo, repito que todo esto lo elaboro con la información recogida como adolescente, que a partir de ahí comenzó la reacción contra toda esa estructura. Mi padre sacó un venilla contestataria que le llevó a acercarse a grupitos universitarios un poquito disidentes (pero no mucho, ojo) y pronto comenzaron discusiones y enfrentamientos. Lo único claro es que en poco tiempo, mi padre comenzó a construir su identidad en esa reacción, y así dejó el trabajo que le había proporcionado mi abuelo y comenzó con otra labor (aquí me faltan datos) que le llevó a recorrer Galicia y Asturias, a tener habitación en varias pensiones repartidas desde Orense a Oviedo, y a acumular anécdotas que me contaba cuando íbamos andando juntos, solos, camino del club de ajedrez, o conduciendo de vuelta de un viaje de vuelta de Elvas, nunca en presencia de nadie más de la familia. Supongo que es mucho suponer que esas confidencias eran exclusivas, es decir, que mi madre no supiera de los amigos con los que bebía whisky en la pensión de Oviedo jugando al póker o al mus.
Pero siempre me ha quedado claro, no sé exactamente la razón, que allí había algo de reacción, de oposición, de orgullo incluso a la hora de rechazar las opciones que seguro que le ofrecía mi abuelo. A partir de ahí, varios años viviendo en Vigo, un Vigo de los setenta, con carreteras y viviendas de los setenta, es decir, con ratones y goteras, a un día de camino de la familia, conduciendo un ciento veintisiete gris, ya casado y comenzando a construir una familia. Y de ahí a funcionario, por oposición, y a vivir en un piso compartido con familia de mi madre -su hermana y su madre- en tres habitaciones, abriendo el sofá cama cada noche y recogiéndolo cada mañana. En las visitas a los abuelos paternos en Capitán Haya, junto al Bernabéu y al Meliá Castilla, detecté (o creí detectar) las chispas que brotaban por la fricción. En breve todo se cambió por un puesto de funcionario de provincias, en Mérida, con vivienda de protección oficial (y sueldo congelado durante años, claro) y un Seat Málaga para ir tirando.
Algo alejado de las expectativas creadas en torno al niño que iba en coche oficial al colegio, especialmente si se establecía la comparación con la otra hija del ingeniero, casada con un empresario del mundo de la publicidad, colaborador de universidades y con chalet en la carretera de la Coruña.
Pero ahí estaba el motor, en la construcción del relato de una vida, de una familia en torno a una reacción. Ahí, y en el ajedrez, en la guitarra y las canciones de Atahualpa Yupanqui, en no querer medrar más allá, en evitar aspiraciones, en llevarse mejor con los auxiliares que con los jefes, en albergar un espíritu de outsider, pero aún así, en una vida vivida dentro de los esquemas de un punto de vista burgués. Ya que pese a toda su reacción, mi padre era algo muy cercano a la definición de un burgués.
¿Y a qué viene que ahora me haya puesto a relatar todo esto sobre mi padre? pues a que volviendo a casa después de pasar el día con amigos y compañeros, he vuelto a tener ganas de fumar. Sí, mientras atravesaba la plaza del Teatro Villamarta, mientras llegaba a la Calle Larga y avanzaba por Santo Domingo hasta mi casa, he estado recordando lo que me gustaba a mí un cigarro. Chester, a ser posible, pero también aquel tabaco holandés de liar que me compraba -antes de que todo el mundo fumara tabaco de liar- en un estanco que encontré en Cáceres y que traía una amplia variedad de tabacos de importación. Y el Camel sin boquilla, ojo, copiado de alguna película americana. Por el camino pensé que nadie se enteraría si ahora, antes de entrar en el portal, entrara en el bar y sacara un paquete de Chesterfield, y ya en casa, descalzo, intentará fumar un cigarro. Digo intentara, por que después de nueve años sin fumar, dudo que me fuera posible darle más de dos caladas seguidas.
Y claro, uno piensa en fumar, fantasea con fumar, recuerda el placer de fumar, y se acuerda de qué tuvo que pasar para que dejara de fumar. Neumonía con infección del líquido pleural, con herida en la pleura y vertido del líquido infectado en el pulmón a los treinta años. Y en ese momento recuerda uno que esta misma mañana he llevado un paquetito de té verde con menta al instituto para sustituir el café descafeinado de la máquina, que no debe ser nada bueno. Desde hace casi dos años no tomo cafeína, y uno se acuerda de aquellas primeras cafeteras exprés domésticas que llegaron a España, y que obviamente conseguí como regalo de cumpleaños (o de reyes, no recuerdo) mientras aún era universitario; de los días perdidos con algún compañero de la facultad recorriendo las cafeterías de Cáceres probando los cafés (él pedía café solo sin azúcar, decía que sólo así se podía reconocer la calidad del café, yo lo pedía cortado con una mínima nube de leche) en busca del mejor café de Cáceres (ganó el Oquendo, muy ajustado con el Parador); y de nuevo se tiene uno que centrar en recordar qué pudo ocurrir para que dejara el café. Posible accidente isquémico transitorio, con pérdida de visión en el ojo izquierdo, mareos y pérdida de funcionalidad en el hemicuerpo izquierdo durante una clase con alumnos de doce años (después resultó ser producto de una migraña con aura, término aún por descifrar). Y claro, uno sigue y recuerda que el último whisky bueno se lo tomó hace casi dos o tres años (un Lagavulin de 16 años, con ese toquecillo ahumado), y termina con la pregunta clave: ¿Cómo le podría explicar mi yo de casi cuarenta años a mi yo de veintipocos todos estos cambios, todas estas cesiones? ¿Cómo decirle a aquel joven que aquello que en su momento decidió adoptar como elementos definitorios han sido dejados atrás? y el siguiente paso ¿eran de verdad aquellos elementos los que creaban mi definición como personaje?
La respuesta es fácil, ni el tabaco ni el whisky ni el café eran elementos definitorios, claro. Eran elementos decorativos, es decir, superficiales y estéticos. Comencé a fumar con catorce o quince años, y desde el primer día mi padre me dejó fumar con él, es más, me compraba el tabaco la mitad de las veces. Comencé a beber más o menos a la misma edad, y desde el primer momento mi padre me ponía medio vaso de cerveza con la comida, allí, con mi madre y la familia. Ya a partir de los dieciséis, decidió que si iba a beber por ahí con mis amigos, mejor iba a ser enseñarme a beber, a probar lo bueno de una buena bebida, bien disfrutada y elegida, y lo malo de una mala bebida, mal elegida y bebida sin cuidado. Me regalaba botellas de whisky y bourbon en mis cumpleaños y santos, en Navidad y cuando en Junio aprobaba mis asignaturas. Me enseñó también a distinguir cafés y a elegir aquellos que realmente me gustaban, a prepararlos en casa, a buscar las cafeterías y elegirlas según cómo lo servían. En realidad mi padre hizo esto con muchas otras cuestiones, como música, libros, películas, y yo durante la fase en la que uno aún admira a su padre y no todavía no quiere destronarlo, asumí todas estas cuestiones como propias. Pero insisto, no son el centro, el motor, son aunque importantes, accesorias.
Entonces ¿cuándo o cómo surge esa cuestión central que nos define como personajes? No lo sé, pero si sé algún momento en el que se pudo ir perfilando. Por ejemplo, al elegir carrera y decantarme por la Historia del Arte, un paso más allá de la Historia o el Derecho, más conservadores, que me insistía mi padre (siempre he sido consciente de que mi padre, pese a todo, estaba encantado con la elección, que hasta casi sentía una cierta envidia al verme hacer algo que él mismo querría haber hecho, pero que no se atrevió). Otro momento importante fue cuando mi padre, al recuperar la consciencia tras un accidente isquémico, un infarto cerebral importante, no me reconoció al pie de la cama en el hospital.
Sería fácil elaborar un relato sobre mi vida a partir de aquel momento en torno a la idea de 'reacción' tal y como lo he hecho sobre mi padre, pero no sería cierto. Yo no reaccioné contra mi padre, no pude, no tuve ocasión. Mi padre, tal y como era en su madurez, desapareció antes de que yo pudiera enfrentarme a él, antes de que tuviera ganas de derrocarle y obedecer al freudiano deseo de matar al padre. En su lugar tuve que cuidar (y enfrentarme) a un niño caprichoso y envidioso encerrado en el cuerpo avejentado de mi padre. Me costó años, pero conseguí darme cuenta de que ese niño también era mi padre, también me quería, y sobre todo, me necesitaba mucho más que antes. Tal vez me di cuenta demasiado tarde.
Los siguientes años tuvieron varios elementos en común, el eterno movimiento, que me ha llevado a vivir en siete comunidades autónomas diferentes; el forzarme a intentar ir un pasó más allá, aceptando trabajos y proyectos que requerían un cierto valor y arrojo; el obligarme a no conformarme cada vez que me sentía confortable en una relación. Algo más tarde, tras la muerte de mi padre, todo se ralentizó bastante, es cierto, pero la falta de velocidad no creo que implicara falta de movimiento.
Y después de mi ruptura, tras unos cuatro o cinco años en la misma ciudad (por primera vez desde la adolescencia, por última vez hasta el presente) volvió el movimiento y volvió la velocidad, tanto en lo geográfico como en lo emocional.
Entonces se podría decir que es ese 'movimiento' el elemento central que Kundera buscaría en mí.
Yo no lo creo. Hoy, mientras volvía andando a casa con ganas de fumar, mientras pensaba en qué contarle a ese yo de veintipocos para explicarle que me estoy haciendo viejo (es eso lo que pasa, lo sé) y mientras pensaba en mi padre y me comparaba con él; al final, al abrir la puerta y encontrarme con las cajas de la última mudanza (que aún no he vaciado y colocado después de casi cuatro meses) me vino una idea a la cabeza. Lo que te mueve es concebir la vida como un relato, y en los relatos, la acción es continua, si bien puede acelerarse o suspenderse brevemente, siempre avanza. Sin acción, un relato es una descripción, una foto, una naturaleza muerta. Concebir la vida propia como un relato, obliga, entonces, a llenarla de contenido; obliga a introducir nuevos personajes, nuevos conflictos; obliga a no poder decir "aquí paro, ya he llegado", si no a necesitar nuevos escenarios, nuevos capítulos, nuevos desenlaces.
Y los relatos sólo existen para ser contados. Concebir la vida como relato obliga a introducir la estética en la acción, de forma que cuando se narre, sea atractiva para alguien, al menos para uno mismo.
Y es probable que esa concepción de lo hecho y vivido como algo digno de ser narrado, es decir esa obligación de hacer que el relato propio se llene de contenidos, sea también algo heredado de mi padre.
Y si esto es así, ¿qué le cuento entonces al yo joven que me mira con el cigarro encendido, sentado sobre una mochila en una estación de tren de vete tú a saber dónde, esperando el tren que enlace con vete tú a saber que otra ciudad? Que este viejo de cuarenta años tiene miedo a quedarse sin relato, sin historia, a no saber seguir llenando de acción y contenido la única narración que realmente le merece la pena contar.
Miedo a quedarse al margen, en el arcén.
-------------------------------------------------------- (Todo esto es ficción - bueno, no todo, pero mucho más de lo que pensareis)