2018, Granada, invierno, media tarde, aún con luz natural.
Interior de una
cafetería en la Bib-Rambla.
Él: “No creo que esto
pueda seguir así, la verdad.”
Él lleva una americana
de tweed -de espiguilla, que diría su madre- y una camisa gris
arrugada y no levanta la mirada de la taza al decir esto, mientras
remueve el chocolate caliente con especial cuidado de no golpear los
laterales de la taza con la cucharilla.
Fuera, en la plaza, los
árboles desnudos se recortan oscuros sobre un ambiente de luz fría
y clara de invierno. La plaza no está especialmente transitada y los
pajarillos y las palomas revolotean tranquilamente, saltando de los
brazos de los faroles a los bancos sin tener que reparar en los
cuerpos de las manadas humanas que habitualmente transitan la plaza.
Ella: “Ya estamos, otra
vez. Pero si sabes que luego vuelves encantado.”
Ella lleva un gorro de
lana de varios colores, todos ellos cálidos (rojos, naranjas y
amarillos variados), calado casi hasta las cejas. El cuerpo lo lleva
envuelto en una rebeca también de lana, ahora simplemente gris, que
parece varias tallas más grande de lo adecuado. Ella le suele
repetir que es la moda, que ahora se lleva así, él le replica que
le recuerda a las protagonistas de las películas de Woody Allen de
los primeros años ochenta, una Diane Keaton o Mia Farrow en
pequeñito y sonriente. Ella no había visto las esas películas
hasta que el día que él se puso farruco y le obligó a verlas; no
le gustaron, pero le encantó ver como él disfrutaba y se emocionaba
mientras le explicaba cada referencia y cada detalle.
Él: “No, en serio,
esta vez te lo digo en serio. No creo que debamos seguir con esto. No
es que no me lo pase bien, ya lo sabes. En realidad, me encanta, no
te voy a mentir. No te rías, que te hablo en serio, que nunca me
tomas en serio, pero mira, esta vez no va a quedar otra.”
Él mira por la
cristalera de la cafetería mientras le dice esto, y mientras tanto,
ella alarga su brazo para cogerle la mano, haciéndole soltar la
cucharilla de golpe, provocando ese ruidito que siempre le hace
torcer la boca. Él se deja acariciar la palma de la mano, y ella
acoge su mano entre las suyas y, suave, despacio, sin prisas, la
acaricia dorso y envés, deteniéndose las zonas tiernas y blandas
de los dedos. Él mira por la ventana, y no puede dejar de recordarse
a sí mismo en esa misma cafetería, misma silla y misma mesa, misma
decoración cristalera, mismo chocolate y bollo suizo, misma
conversación pero distinta compañía, dieciocho años atrás en el
tiempo.
Ella: “¿Te acuerdas
del día que nos conocimos? Yo sí. Sigues igual de patoso y de
tímido.”
Él: “Claro que me
acuerdo. Primer día de curso, primera vez que me toca, por fin, dar
el curso de Historia del Arte en bachillerato. Me confundí de aula.
Yo queriendo dar impresión de tipo serio, y me confundo de aula; me
tiré quince minutos hablando de la importancia de la inutilidad del
arte a un grupo de tecnología que no entendía nada. Para
olvidarlo.”
Ella: “Y cuando
entraste en nuestra clase estabas completamente colorado. No
levantaste la vista de los zapatos ni para mirarnos a la cara cuando
pasaste lista.”
Él: “Pasé lista al
final de la hora, después del timbre. Se me había olvidado.”
Ella, sonriendo y
ladeando la cabeza: “Estabas adorable. Los demás se reían de ti,
pero a mí me encantaste desde el primer día. Estabas tan adorable
como la primera noche que te quedaste aquí, en mi piso de Granada.”
Él: “Estaba igual de
abrumado. Me sentía igual de torpe.”
Ella arrimó la silla a
saltitos, haciendo ruiditos, hasta que estuvo lo suficientemente
cerca como para pasarle el brazo por detrás de la cabeza y comenzar
a darle pequeños y lentos besos entre el cuello y la mejilla. Él
volvió a sentirse azorado, algo sobrepasado, pero la lana mullida y
el contacto con de los labios de ella en su piel, entre maternales,
infantiles y sensuales, le devolvieron el calor al cuerpo, y poco a
poco se fue abandonando, levantando la mirada de la taza, hasta
encontrarse con los ojos entre marrones y verdosos de ella a la
altura de los suyos, a pocos centímetros de distancia, desenfocados
y redondeados.
2013. Jerez de la
Frontera. Mañana luminosa del final del verano o inicio de otoño.
Exterior, Calle Larga junto a la Glorieta de los Casinos.
Ella: “¡Profe! ¡Eh,
Profe! ¡Hola!”
Él se giró
sobresaltado, buscando entre la multitud que no paraba de entrar y
salir de las tiendas, cargando con bolsas de varios colores,
abarrotando la calle hasta donde abarcaba la vista. Tras un momento,
por fin localizó la voz que le llamaba. En la parada de autobús,
frente al banco, un figura menuda, todo ojos y sonrisa, levantaba el
brazo intentando captar su atención. Esquivando familias, él se
dirigió hacia allá devolviendo el saludo con la mano.
Él: “¡Irene, que
alegría! ¿qué te cuentas? que no sé nada de ti desde del año
pasado. ¿Qué tal todo por Granada?”
Se saludaron con dos
besos afectuosos, pero manteniendo cierta distancia. Él le cogió
los hombros con las manos, pero se guardó de abrazarla o mostrar
mayor cercanía.
Ella: “Genial, profe,
genial. Fui a los sitios que me dijiste, y bueno, a ver, interesantes
y eso sí, pero un poco aburridos. Pero tenías razón en todo lo
demás, Granada es para flipar, hay mil cosas que hacer cada finde.
Te tengo que contar los conciertos y las exposiciones. ¡Ah! Me
apunté a clases de fotografía, te tengo que enseñar todo, y no,
ya, eh, no, no es rollo instagram, no te vuelvas a poner tan pesado,
que no veas la paliza que dabas.”
Él seguía enfrente de
ella, sonriéndole mientras ella le iba contando, gesticulando y
dando saltitos.
Ella: “Y tu, ¿qué
tal? ¿sigues en el insti? ¿sigues dando el arte? Lo tienes que dar
tu, que como lo vuelva a dar el canoso, no veas que pena.”
Él: “Anda, que Jesús
es mucho mejor que yo, de largo. Qué va, cambié este año de
instituto, sigo aquí en Jerez, pero mira, estoy bien. Yo creo que ya
me quedo aquí y dejo de dar vueltas.”
Ella: “¿Mejor que tu?
Ni de coña, ya tendrá el doctorado y todo eso, pero es un rollazo,
tu lo hacías mucho mejor, nos enterábamos de todo.”
Él: “Bueno, de todo,
de todo, no sé yo, que me cargaba a media clase cada evaluación.”
Ella: “Ya tío, pero es
que los demás pasaban de todo. Todos le pedían los apuntes a Laura
el día antes y se pegaban la paliza la noche antes a ver que
pasaba.”
Él: “Y las chuletas,
que me enteraba de todo, eh.”
Ella: “Ya, pero desde
que pillaste al Fran, se cortaban más.”
Él: “Total, para lo
que les servían las chuletas. Pero deja eso, cuéntame, ¿qué tal
la universidad? ¿Qué tal esa literatura? Tienes que contarme, que
no me has mandado ningún email.”
Ella, dubitativa: “Pues
sí te tengo que contar, profe. No sé si te vas a enfadar o te vas a
alegrar, la verdad. He dejado la Filología, no podía con la
semántica, la gramática y todo eso, y el latín, uf.”
Él, asombrado (o
fingiéndolo): “¿No? ¿de verdad? Mira qué sorpresa, de verdad,
qué sorpresa. Cómo si nadie te hubiera advertido antes.”
Ella, con aspavientos:
“Jo, sí, profe, tenías razón.”
Él, sonriendo: “Venga,
dime, ¿qué vas a hacer ahora? ¿en qué te has matriculado?”
Ella, mirando el móvil,
mirando alrededor, mordiéndose el labio: “Hum, ¿tienes tiempo? Te
invito a un café.” Le coge el brazo tirando de él. “Vamos a la
Moderna, que está aquí al lado. Me he matriculado en Historia del
Arte, profe. ¿Qué te parece?”
Él, con la sorpresa
(ahora sincera) en la cara, se deja arrastrar.
2016. Salobreña,
amanecer de una primavera casi veraniega.
Interior de un
dormitorio con un ventanal con vistas al mar.
La
luz suave del amanecer entra por el ventanal, dejando sombras largas
y casi horizontales en la habitación. Él, desnudo, sale del aseo y
se para observando el cuerpo de ella sobre la cama. Desnuda, pequeña,
redondeada y suave, abraza la almohada y duerme, con una respiración
tranquila y casi inaudible. Un rayo de sol cae directo sobre su
espalda y su cadera, subrayando el tatuaje que parece saltar a la
vista, abalanzándose sobre quien lo mire. De repente, la respiración
se entrecorta y la pierna izquierda se mueve con una patada refleja.
Él se da la vuelta y se dirige a la pequeña cocina, empotrada en el
pasillo de entrada, y se prepara un café frío. Cuando se gira y
vuelve a encarar la habitación, el ventanal y la terraza, ella se
gira y se despereza, abre los ojos, le mira.
Ella:
“¿Qué haces? ¿llevas mucho tiempo ahí, mirándome?”
Él:
“No mucho, un rato. Me desperté y mira” -le muestra el café-
“iba a sentarme en la terraza, no hay mucho más que hacer en el
piso, ¿verdad?”
El
piso, por llamarle así, era un pequeño estudio de apenas veinte
metros cuadrados, con el baño ocupando una esquina, una pequeña
cocina empotrada en el pasillo de entrada, el espacio justo para una
cama, un pequeño sofá de dos plazas con una mesita baja, y el
ventanal y la terraza, casi más amplia que el piso. Lo encontró él
mirando ofertas de última hora para el puente de mayo, un par de
días atrás.
Ella:
“Eres capaz de salir, así, en pelotas, que te vea todo el mundo.
Anda, ven a la cama conmigo.”
Ella
estiró los brazos hacia él, como una niña pequeña abriendo los
brazos para llamar al abrazo de un adulto. Él se quedó
observándola. Lentamente bebió el café sin apartar los ojos de
ella, que seguía con los brazos estirados.
Ella:
“Anda, ven. Veeeeeeen” -pataleó- “¡veeeen, no me dejes aquí
sola!”
El
ladeó la cabeza, volvió a beber el café y, muy despacio, dejó la
taza sobre la mesa, y se acercó a la cama, “dios mío, qué estoy
haciendo”dijo, y se dejó engullir por el revoltijo de bracitos y
piernecitas desnudos que le reclamaban.
Exterior, Paseo de
los Tristes, abarrotado de turistas con planos y cámaras de fotos,
chanclas, gorras y gafas de sol.
Él
camina esquivando turistas, tranquilo, con la mano en los bolsillos y
los ojos escondidos tras unas gafas de sol que, resulta evidente, no
están a la moda. No lleva una dirección fija y se va parando
observando la pequeña corriente de agua que discurre en paralelo al
paseo; a cada rato, se apoya en el pretil, cuando los turistas dejan
algún espacio libre, y observa los gatos, tan numerosos como
siempre, acicalarse y dormitar al sol.
Turista:
“Pardone, senor. ¿Cuesta Chapin? ¿dónde? ¿usted sabe?”
Una
pareja con la piel roja por el sol, con el uniforme oficial de
turista americano (“repartirán esos gorritos en el avión, seguro”
piensa él), le presenta un plano de la oficina de turismo, intentado
señalar algo en él.
Él:
“Yes, of course.” (toma el plano, lo gira noventa grados y
comienza a orientarles) “We are just here, look, here. You just go
straight, and then, look here, turn left. You can't miss it, it's a
steep slope. Five minutes away.”
La
pareja se deshace en agradecimientos y le alaban en inglés mientras
retoman su camino. Él no tiene ánimos para explicar los dos años
de lectorado en Baltimore y les deja marchar. Continúa su camino,
hasta que decide él mismo girar a la izquierda y adentrarse en el
Albaicín, pero evitando las vías principales, llenas de turistas en
procesión hacia el mirador de San Nicolás. Mientras traza y recorre
caminos secundarios no puede dejar de pensar en las diferentes
ciudades que viven en Granada. La turística, cada vez más
dominante, con hordas de grupos que siguen paraguas rojos, escuchando
indicaciones escasamente cercanas a la realidad histórica; con sus
puestos y tiendas de “Agua fría-Water-2 euros”, sus bares de
tapas tipical espanish y paella; los pubs de chupitos gratis que
toman el relevo cada noche. La universitaria, con sus pisos cutres en
el Beiro y la Chana, sus bares de litro de cerveza a tres euros; de
carpetas y portátiles, de folios en las cafeterías. Y la clásica,
la familiar, la que vive en invierno y celebra la Toma, para huir en
Semana Santa y Verano a refugiarse en Almuñecar o la Herradura. De
señoras todas rubias con el abrigo de piel que van del brazo de su
señor, abrigo verde de rigor, camino de la Iglesia de Nuestra Señora
de Gracia cada domingo por la mañana.
Y
recuerda todas sus Granadas, la del piso de estudiantes junto a la
Plaza de la Trinidad, las cañas en la plaza del Botánico, los
conciertos en Pedro Antonio, las lecturas y exposiciones en el
Realejo. La de la sustitución aquella, al poco de comenzar la
docencia, en el instituto de dinosaurios que solo buscan la
jubilación, todos treinta años mayores que él; aquella Granada,
solitaria, cerrada, que le ayudo a aprobar la oposición ese mismo
año. Pero en cada rincón, en el portal de cada carmen, en cada
chino de cada cuesta, siempre aparecía una nueva Granada que se
sobrepone a los recuerdos anteriores. La Granada que volvió a
descubrir del brazo de Irene este último par de años, en fines de
semana salteados, invitando siempre al japonés nuevo de Pontezuelas,
evitando los bares universitarios, con los paseos fuera de las rutas
oficiales, con las horas en la Capilla Real de la Catedral, intentado
explicarle lo maravillosa que era la rejería; las excursiones a la
sierra, a las Alpujarras...
Él,
tecleando en el móvil:
“Irene,
soy yo.
Ya sé
que no es justo,
que no
he sido justo contigo,
y que
todo esto no es culpa tuya.
Estoy
en Granada,
en el
rinconcito de las monjas,
te
acuerdas?
Y nada,
que me he acordado de tí, claro.
He
venido este finde,
a
pasear y darle vueltas a la cabeza.”
Irene, escribiendo...
…
Irene, escribiendo...
...
“Vale.
Qué quieres?
...
Está
ella?”
“No,
ella no está.
Se ha
quedado con los niños.
Estás
bien?”
Irene, escribiendo...
...
Irene, escribiendo...