I
El
chaval corría bajo la luz de la luna, acompañado por un perro aún
cachorro, con unas alpargatas de esparto que amortiguaban las
pisadas. Había salido por la azotea de la casa, evitando cualquier
ruido, y había recorrido los tejados de las casas de su calle sin
realizar el menor ruido. Bajo la luna llena era muy fácil para él,
que conocía de memoria cada rincón, cada macetero, cada alcayata
del laberinto de azoteas y tejados del pueblo. A sus doce años era
hábil, elástico, resistente, pero también era menudo y ligero, y
lo más importante, tenía bien enseñado al perro para que no
ladrara ni se entretuviese con los gatos ni las sombras que dibujaban
techos, chimeneas y demás.
Al
final de la calle, bajó del tejado en el que se encontraba
apoyándose en la enredadera que trepaba por la pared, saltando a un
árbol cercano. Ahora que caminaba por el empedrado, en una noche
luminosa como esa, era mucho más visible, y tenía que concentrarse
y agacharse al pasar bajo las ventanas, saltar al pasar delante de
las puertas abiertas, esquivar a los pocos transeúntes, y
convertirse en otra sombra más. Atravesaba las calles del pequeño
pueblo en dirección al puerto, y, según se acercaba, se le dibujaba
una sonrisa al oír el golpeteo continuo de las olas, el choque de
las barcazas entre sí, el graznido de las gaviotas, se animaba con
el olor a salitre concentrado en todas y cada una de las paredes,
maromas y cadenas que se exponían al embate del mar, que hoy se
encontraba tranquilo.
Llegó al puerto, y de rincón en rincón, siempre buscando las sombras, rodeó la taberna que se apoyaba en una ladera de la rambla, único edificio que aún dejaba escapar luz por las ventanas, y, descolgándose por una maroma, llegó a la embarcación de su tío Pedro, hermano de su madre, una pequeña patera azul en la que solían salir a por calamares y jibias, y se tumbó a observar el cielo, a oír las olas y las gaviotas, a sentir el bamboleo de la barca (la “Carmela del mar”, como la habían bautizado) y el mar bajo su espalda. Al cabo de un rato, se incorporó, escrutando los ruidos, por si se oían los pasos de alguien por el puerto, alguien que le viese trepar por la maroma, atravesar de nuevo la explanada vacía para ganar la espalda de la taberna, trepar por la ladera, él ya sabía cómo, para subir a la azotea, al techo plano del pequeño edificio que cerraba el puerto hacia levante, hacia la ladera más escarpada de la rambla. Allí arriba tenía que extremar el cuidado, pues en la taberna oirían cualquier ruido que hiciera.
El
techo plano, a parte de proporcionarle una panorámica del pueblo
desparramándose colina abajo hacia el mar, siguiendo el curso de la
rambla, le proporcionaba otras vistas más interesantes, ya que a
través de dos claraboyas podía observar el interior de la taberna
sin ser visto, siempre que fuera capaz de desplazarse sin hacer
ruido. Más de una vez creyó ser descubierto y tuvo que huir
corriendo sin mirar atrás hasta su calle, trepar al tejado por el
árbol y la enredadera, recorrer los tejados casi sin respiración y
entrar por la ventana y meterse en la cama, para pasarse la noche
rezando para que, al día siguiente, no le recibiesen con un a bronca
y una paliza cuando fuese al puerto a echarle una mano a su tío, el
pescador de calamares y jibias. Reptando por el tejado, llegó a la
primera de las claraboyas y lentamente, sin dejarse llevar por la
impaciencia, se asomó.
II
La
taberna era bien sencilla, en la fachada, dos ventanas amplias y la
puerta centrada, habitualmente un par de mesas con sus sillas se
ponían fuera, en la explanada que da al puerto. En el interior,
cuatro mesas pequeñas, con sillas desparejadas, y en un lateral una
mesa algo mayor, para ocho comensales, pegada a la pared. Enfrentada
a la puerta una barra y detrás, unos estantes con las botellas. En
la pared de la derecha, un calendario colgado, una foto con la
alineación del Madrid que venció al Stade de Reims en el Parque de
los Príncipes y un botijo colgado de una alcayata. Muchas noches,
alguien sacaba una guitarra y empezaba el jaleo.
Otras
noches, tal y como esta misma noche, si estaban Antonio el de la
Parra y Juan de la Filo, se retiraba una de las mesas pequeñas y se
sentaban en una esquina, justo a la derecha de la puerta, Antonio con
la guitarra, abrazada muy cerca del cuello, con los ojos bajos,
concentrado, y Juan solemne, en la silla, con las piernas abiertas y
siguiendo el compás con la mano izquierda sobre la pierna, y con la
palma de la derecha abierta, como explicándose. Juan, el de la Filo,
era mayor, rondaba los cincuenta años y siempre vestía la camisa
bien abrochada, hasta el cuello por muy raída que estuviera, por muy
calurosa que fuera la noche.
Al chaval le ensimismaba ver como un hombre hecho y derecho, recio, con las manos bien encallecidas, podía ponerse completamente colorao cuando se rompía en mitad de un cante, alargando un quejío, una vocal que sube y baja al compás de la mano izquierda sobre el muslo y siguiendo los arabescos de la mano derecha, que, abierta, parecía explicar de dónde salía ese dolor tan serio, tan conspicuo, tan profundo. A veces, cuando se rompía del tó, Antonio dejaba callar la guitarra y levantaba la cabeza mirando a su compañero, asintiendo rítmicamente, frunciendo el ceño. Y cuando a Juan se el acababa el aire, y eso pasaba pocas veces, y bajaba la mano derecha, dejando la mano izquierda muerta sobre la pierna, con la cabeza gacha, la cara completamente congestionada, se hacía el silencio, y las caras de los habituales era de expectación, con las cejas levantadas, la boca ligeramente abierta y el gesto tenso; entonces, Antonio arrancaba a tocar la guitarra, paseando los dedos por todo el mástil de la guitarra, recorriendo todos los trastes, siguiendo líneas que solo él veía, arrebolando melodías, para terminar cerrando con tres rasgueos profundos y sentenciosos. Siempre alguien soltaba un “¡ole ahí la madre que te parió, Antonio!” mientras los demás vaciaban los chatos de vino.
Algunas
noches la cosa duraba más, otras menos, dependiendo de Antonio, de
Juan, o de la Dolores, la tabernera, que no dejaba que la llamasen
Lola desde que cumplió los veinte años, y que a veces ponía fin a
la noche con un “ya está bien, que no son horas, que un día en el
pueblo se enfadan, y me queman la taberna por no dejarles dormir, y a
ver qué hago yo sola en el mundo sin la taberna”. Lola era
medianamente joven, vete tú a saber si de unos veintimuchos o
treintaypocos, soltera, y llevaba ella sola la taberna desde que
pasaron aquellos quince días de silencio.
Otras
noches la cosa terminaba cuando llegaba el guardia civil, con su
uniforme y su bigote bien espeso. No es que la única autoridad del
pueblo fuese restrictiva con la gente y su diversión (el pueblo era
pequeño, no contaba ni con alcalde ni alguacil), simplemente su
presencia hacía de disolvente, y terminaba por convencer a la gente
de que ya era hora. Siempre entraba y se acodaba en la barra, en una
esquina, lejos de la jarana, y bebía una copa de brandy escuchando
sin prestar atención el cante de Juan. Cuando terminaba la canción,
se incorporaba, a veces ni hablaba, sólo carraspeaba y estiraba las
piernas, y los parroquianos apuraban los vasos e iban desfilando por
la barra pagando los vinos, y tras despedirse, marchaban despacio y
en silencio cada uno a su casa y a sus cosas. Antonio y Juan eran de
los primeros en marchar, pues nunca les dejaban pagar y nunca se
despedían del guardia civil, apenas le miraban al salir.
III
El
chico seguía observando mientras los parroquianos salían de la
taberna, apretando el cuerpo al techo, pues ahora corría el riesgo
de ser visto desde cualquier punto del pueblo. Pasados unos minutos,
Dolores, la Lola, recogía todo aquello y pasaba el trapo por las
mesas, organizaba las sillas, y, mientras, el guardia terminaba su
copa, “bueno, voy a echar un pitillo” decía él, o alguna frase
similar, y salía ladeando la cabeza mientras encendía un cigarro
recién liado. Mientras fumaba, el guardia daba siempre un corto
paseo, recorriendo cadenciosamente la explanada del puerto y las
calles aledañas, como comprobando que todo está en paz, que la
gente duerme tranquila, que nadie tiene ningún problema, que nadie
observa. Y entonces comenzaba la parte más delicada de la noche para
el chaval.
Observaba
al guardia en su rutinaria ronda, y como si de una coreografía se
tratara, esperaba que se perdiera por una de las calles laterales,
para bajar del techo de la taberna, sigilosamente, y correr entre las
sombras a esconderse detrás de los toneles abandonados que llevaban
años apoyados en la ladera de la rambla, a escasos metros de la
taberna. Allí podía permanecer agazapado, acariciando al perro, que
había vuelto de vagar por ahí desde que se tumbó en la patera de
su tío (una vez lo llevó a la barquichuela, bajando por la maroma
con el cachorro, entonces más pequeño, abrazado al pecho, pero al
perro no le gustó la sensación de movimiento del mar e intentó
huir, cayendo ambos al agua; ese día se montó un buen lío, y al
llegar a casa lo recibió la correa del pantalón) esperando y
observando. Desde allí podía ver la explanada del puerto, la
entrada a la taberna no, le quedaba algo oculta, pero si podía
observar la ventana de la habitación de la Dolores, que entraba
después de recoger la taberna, y, a media luz y con la ventana
abierta, comenzaba a desnudarse.
Era
una mujer muy morena, de pelo negro azabache, largo y rizado, de
cuerpo contundente pero redondeado, con unos grandes ojos bien negros
y bien redondos. Y siempre, o casi siempre, todas las noches, o casi
todas las noches, ocurría lo mismo. Cuando estaba a medio desnudar,
sólo con la ropa interior, se acercaba a la ventana, sin asomarse y
silbaba una cancioncilla. Y desde los toneles, el chaval la podía
ver, recogiéndose el pelo y sonriendo al escuchar primero los pasos
del guardia por la explanada y luego la puerta abrirse y cerrarse. En
un momento, el chaval podía verlos abrazarse, besarse, y luego
separarse. Entonces el guardia dejaba la pistola y el tricornio en
una cómoda, fuera de la vista del chaval, y comenzaba a desnudarse
parsimoniosamente, prenda a prenda, dejándolas con cuidado en una
butaca de mimbre. “Hay que ver, parece que estés escribiendo un
informe de esos, poniendo una multa o algo, que poco entusiasmo. ¿Qué
no te alegras de verme, Lorenzo? ¡Ay ven pa acá, jodío!” y se
abalanzaba sobre él. Lorenzo, el guardia, respondía esquivo, “Niña,
guarda las composturas, que no me gustas las chorraícas estas”.
Cuando se quedaba en calzones, se levantaba y abría los brazos, y
ella siempre lo abrazaba y lo arrastraba a la cama.
Muchas
veces el chaval se quedaba ahí, concentrado en escucharlo todo, las
quejas, los gemidos de ella, los bramidos de él, las frases sueltas
después como “el día que esto se sepa, nos la lían en el pueblo”
o “este pueblo de mansos no levantan ni un deo contra la autoridad,
y si no mira los rojos esos del flamenco, corderitos son”,
escondido entre los toneles. Otros días, se acercaba sigilosamente y
asomaba, desde lejos la cabeza por la ventana, y miraba. Miraba como
retozaban los dos cuerpos sobre la cama, y le gustaba sobre todo
cuando era ella la que se ponía encima y ondeaba su cuerpo sobre el
de él. Esas veces, cuando ella estaba encima, ella gemía más y el
bramaba menos, y además podía ver los pechos moverse, grandes y
contundentes al ritmo de las caderas, arriba y abajo, con los oscuros
pezones, grandes, subiendo y bajando.
Lo
que hacía siempre era bajar la mano hasta la bragueta y acompañar
los movimientos del cuerpo de la Dolores con los de su mano,
acompañando los gemidos de ella con su propia respiración,
esforzándose por ahogar sus propios gemidos. Esta noche se sentía
valiente, y había abandonado la seguridad de los toneles para
acercarse a la ventana, quería verla mejor. Y la luna llena de
verdad hacía que la viese mejor, casi al detalle, mientras bailaba
sobre el guardia, en la cama, cerca de la ventana. Los gemidos hoy
eran especialmente profundos y sentidos y el muchacho tuvo que
esforzarse en contener los suyos, pero algo debió escaparse, algún
bufido o resoplido, pues en mitad de los contoneos ella giró la
mirada hacia la ventana y vio al chaval, allí, en mitad de la nada,
con la mano en la bragueta, a la luz de la luna, petrificado. Ella
aminoró la velocidad, y cambió en un instante, una primera
expresión de sorpresa por una sonrisa cómplice, cada vez más
abierta, mientras poco a poco recuperaba el ritmo de bamboleo,
siempre sin dejar de mirar al chaval.
IV
El
hechizo se rompió con el bramido de Lorenzo, “¿qué pasa? ¿qué
miras tanto por la ventana? ¿hay alguien ahí?”. Al escuchar la
voz gutural del guardia, la Dolores cambió el gesto y volvió la
mirada hacia el mostacho que ahora intentaba incorporarse. “No, na,
que la luna está muy bonita hoy, to llena”. El chaval no supo
reaccionar, se sentía petrificado, y se mantuvo allí, mirando por
la ventana, hechizado por el movimiento rítmico del cuerpo de la
mujer.
Pero
en apenas un momento, un momento que al chico le pareció una
eternidad, el hechizo se rompió. Un destello, un fogonazo descompuso
la noche y la escena. Y al momento, casi instantáneo, un ruido como
un trueno de tormenta seca retumbó en los oídos del chico. Giró la
cabeza hacia la puerta de la taberna, hacia la plaza que se abría al
puerto. Otro relámpago y otro trueno volvieron a romper la noche. El
Antonio había vuelto, y ahora atravesaba el puerto, llegando hasta
la puerta de la taberna, pero esta vez, en lugar de guitarra traía
una escopeta de dos cañones, humeante por los disparos al cielo
recién disparados, y abierta mientras recargaba dos nuevos
cartuchos. El chico veía su cara, iluminada por la luna, seria,
dura, sin ningún gesto, mientras se acercaba a la puerta y la abría
de una patada.
La
acción se desarrolló delante de él como en un sueño, los segundos
duraron eternidades, y todo parecía envuelto en un aura de
irrealidad, como en un sueño. El guardia civil empujó a la Dolores
de la cama al suelo y se levantó, desnudo, acercándose a la cómoda,
buscando la pistola que había dejado allí minutos antes. La Dolores
se levantó del suelo, gritando, tropezando en el remolino de las
sábanas revueltas, lanzando los brazos hacia el Lorenzo. En ese
momento, la puerta de la habitación giró violentamente, golpeando
al guardia en la cara, al tiempo que el Antonio aparecía con la
escopeta encañonada y la misma cara sin expresión. Otro trueno y
otro relámpago y el Lorenzo desapareció del campo visual que la
ventana ofrecía al chico. Ahora la Dolores, la Lola, estaba de pie,
gritando y alargando los brazos hacia el Antonio. Otro trueno y otro
relámpago, y el cuerpo de la mujer giró como golpeado por un brutal
puño invisible, quedando doblado sobre el marco de la ventana, con
la cabeza y los brazos hacia fuera y los rizos negros azabache
tapando el rostro. Antonio bajó el rifle, de nuevo humeante, y quedó
quieto contemplando el cuerpo de la mujer. Parecía absorto, y no vio
lo que el chico sí vio. Que un brazo fuerte y velludo se apoyaba en
la cama, que un cuerpo desnudo de varón se incorporaba lo justo para
levantar otro brazo que se prolongaba con el corto cañón de una
pistola reglamentaria y le apuntaba. Un tercer trueno, más ligero,
más un silbido esta vez que una explosión, y de la cara de Antonio
comenzó a brotar un chorro de sangre, antes de que los dos cuerpos
se desplomaran.
El
chico seguía petrificado, pues todo ésto apenas duró unos
segundos. De repente, la el cuerpo vencido sobre la ventana se
incorporó, los rizos se hicieron a un lado, y la cara de la Dolores
apareció entre ellos, mirando fijamente al chico. Estiró un brazo
hacia él y gritó “¡Néstor! ¡No! ¡Corre!” y se venció de
nuevo.
Y
el chico tan solo pudo obedecer esa orden, “¡Corre!”. Sin mirar
atrás, sin fijarse esta vez en las ventanas, en la gente que se
asomaba, en las palabras que se cruzaban de casa en casa, corrió.
Trepó de nuevo por la enredadera, subió a las azoteas, y deshizo el
camino que esa misma noche, apenas un par de horas antes había
recorrido en dirección contraria. La luz de la luna seguía siendo
esplendorosa, el terral seguía convirtiendo el aire sobre el pueblo
en una masa inmóvil y pegajosa, pero ahora ya no se escuchaban las
gallinas cacareando ni los burros rebuznando y contestándose.
Tampoco escuchaba el chico el creciente rumor de la gente saliendo de
sus casas, con las batas cerrándose sobre los cuerpos, y que
recorrían las calles hacia el puerto, hacia la taberna, para
enterarse qué estaba pasando, a qué esos ruidos, esos disparos.
Llego el chico a su terraza y vio las luces de la casa encendidas, a
sus padres moverse nerviosos, buscando algo de ropa para taparse, y
salir asustados a la calle, donde la vecina esperaba ya asustada y
gritando. Él se encogió en el rincón que usaba de escondite, dónde
permanecía oculto a cualquiera que mirara desde las ventanas de la
casa, esperando el momento para volver a entrar, llegar a su
habitación, hacerse el dormido, mientras enterraba en su memoria las
imágenes de aquella noche. Tan solo unos momentos después, mientras
permanecía allí encogido, llegó el perro, asustado y gimoteando, y
allí esperaron los dos.
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