Caminaba
trabajosamente a través del estrecho sendero, siempre cogida de su
mano, y tropezando continuamente con piedras sueltas y raíces que
brotaban en los laterales del camino. A ratos, el suelo se convertía
en un lodazal, encharcado por las últimas lluvias. Él caminaba
seguro de sí mismo, mientras cargaba con la mochila, siempre
pendiente de ella. “Vamos, ya no queda mucho, ¿ves el recodo del
camino? Justo después de esa curva ya encontraremos el lago”.
Era
uno de esos primeros días soleados de primavera, la corta primavera
de Montana, que apenas dura unas semanas, después del largo invierno
en el que el campo se cubre de nieve durante meses. Habían decidido
disfrutar el día, él le dijo que conocía un lugar, en el lago
Nilan, donde nadie les molestaría, así que la recogió bien
temprano en la ranchera de su padre y recorrieron las escasas 5
millas que separaban Augusta, Montana (504 habitantes) hasta el lago
Nilan – el lago, en realidad, era el resultado de un antiguo
embalse, construido décadas atrás como reserva de agua dulce para
regar los campos – y una vez llegaron a la orilla por el acceso
principal, tomaron un desvío siguiendo una pista de tierra que se
iba estrechando paulatinamente, hasta el punto donde dejaron aparcado
el vehículo para continuar a pie.
Alice
era precavida, y pese al sol que imperaba en el cielo absolutamente
azul y sin nubes, llevaba ropa de abrigo, ya que como decía siempre
su padre “uno no se puede fiar de esos vientos que bajan de las
Rocosas, tan pronto se llevan las nubes al sur, hacia el Condado de
Jefferson, como te cubren de nieve hasta las cejas sin previo aviso”.
Conocía a Ernie del instituto, aunque nunca coincidieron en ninguna
clase. Ella continuaba estudiando, y pronto tendría que decidir
sobre su futuro, pues se graduaba en el próximo junio; en cambio,
Ernie había abandonado el instituto para trabajar con su padre en el
único taller del Augusta, reparando coches y tractores. “¿Qué te
dije? Justo el recodo y el lago, ya hemos llegado. Pero mira, no hay
ninguno de esos pescadores, aquí no nos molestará nadie”.
Merriet
recogía el plato y el tazón del desayuno de su hija y su marido, al
tiempo que preparaba el de Ted, el menor de sus hijos. Sonaba la
radio pero apenas la escuchaba mientras fregaba, calentaba la sartén,
partía las rebanadas de pan y recogía las migas de la mesa.
Tampoco escuchó a Ted llegar a la cocina, con la ropa de dormir y en
calcetines, con el pelo revuelto. “Mamá, ¿dónde están todos?”
preguntó mientras se sentaba. “Pues tu padre se ha ido con los
demás, a limpiar las cabañas de caza, y Alice me ha dicho que iba
al lago Nilan, con Ernie, ese amigo suyo nuevo. ¿Tu conoces a Ernie,
te suena de algo? Por cierto, ¿cuántas veces te tengo que decir que
te vistas para desayunar?” Merriet calentó las tortitas en la
sartén, y las dejó allí mientras acercaba los cereales, la
mermelada y los platos a la mesa. “No sé, trabaja en el taller,
parece simpático, pero no lo conozco mucho, no juega ni a fútbol ni
a baloncesto, es mayor que yo. ¡Mamá, que se queman!”. Ambos se
sentaron a desayunar sin hablar durante un rato, Merriet ya había
comido algo con su hija, así que tan solo tomó otra taza de café y
la mitad de una tortita con mermelada. Estaba absorta, adormilada,
sin atender a nada, y no escuchó la noticia en la radio. “Mamá,
¿no has oído? Es Laura, la chica de la panadería, la están
buscando, parece que no ha pasado por casa en tres días”. Merriet
levantó la vista hacia su hijo. “¿Cómo? ¿Laura? No estaba
atenta. Es buena chica. Esperemos que la encuentren pronto.
La
mañana avanzaba y el sol seguía reinando en el cielo, sin ningún
atisbo de nubes y los vientos de las Rocosas seguían en calma. Ernie
se había atrevido a meterse en el lago, nadando hasta mucho más
allá de donde hacía pie, y ahora estaba tumbado sobre la manta
mientras Alice le frotaba con la toalla. “Estás loco, Ernie,
suerte tendremos si no pillas una pulmonía”. Mientras le frotaba,
él le hacía cosquillas cada cierto tiempo, y jugaban, rodando en la
manta, abrazándose. A cada momento, los abrazos se prologaban más,
hasta que ella dejó la toalla a un lado. Estaba nerviosa, pero no
sentía miedo, Ernie se comportaba de forma tranquila, jugando pero
sin abalanzarse bruscamente sobre ella, avanzando poco a poco, hasta
que comenzó a desabrocharle la camisa. “Hum... Hola chicos, no
quiero molestar, pero esto es importante”. Se dieron la vuelta
rápidamente, y Alice apenas tuvo tiempo de taparse con la toalla
antes de ver al agente Newday hablándoles desde la orilla, mirando
pudorosamente hacia un lado. “No os preocupéis, no vengo por
vosotros y lo que hagáis aquí es cosa vuestra, confiad en mí”.
Ernie se incorporó, “¿qué pasa agente?” dijo aún sin la
camiseta. “Nada. Bueno sí, sí pasa algo. ¿Habéis visto a
alguien por aquí?”. “Que va, agente. No hemos visto a nadie.
Tan solo un par de furgonetas de pescadores, pero estaban allí”
dijo Ernie señalando a la cabecera del lago. El agente frunció el
ceño. “¿Nadie más? Bueno, os dejo tranquilos, tened cuidado”
dijo girándose hacia el camino. “Pero ¿qué ocurre, agente?”
esta vez era Alice la que hablaba, ya con la camisa abrochada. “Es
Laura, la chica de la panadería. No aparece. Parece ser que alguien
la escuchó decir que venía al lago, pero no sabemos con quién. Ya
en serio, tened cuidado, volved pronto a casa y, si veis algo, id a
la oficina del sheriff en el pueblo. Hasta luego”.
Marriet escuchaba a la gente parlotear en la tienda, todo el mundo opinando, pero sin aportar nada nuevo, nada seguro. Todo el mundo tenía una opinión. Era una chica buena y ordenada. Sí, pero acababa de dejar a Fred, su novio de toda la vida. Pero no es propio de esa chica desaparecer así, sin más. La juventud, ya se sabe, aventuras y locuras. La vieron con ese chico, no sé cómo se llama, el alto, moreno. Trabaja en la gasolinera. No, ese no, ese es Robert, le he visto esta mañana. No sé, pero a ese chico le vi el lunes en la tienda de repuestos, y por la tarde tomando un refresco en la cafetería de Marnie, con Laura y la otra chica. ¿Qué otra chica? Mary, de los Pullman, creo. No Mary no, era esa otra, la que aún va al instituto en el autobús todas las mañanas. Alice, creo que se llama.
Ernie parecía enfadado, la interrupción del agente le había cambiado, y pese a que Alice había insistido, no había querido permanecer allí tumbados. Se vistió y empezó a recoger. “Vamos, conozco otro sitio donde no nos molestarán. Y esta vez no vendrá ningún agente a meterse donde no le llaman". Metió la toalla y la manta en la mochila y se la colgó a la espalda, “vamos, por el camino, a la ranchera”, dijo tendiéndole la mano. Alice dudó, pues no conocía este aspecto de Ernie, pero no tenía opción. La única forma de ir a casa era con él, la única forma de llegar a la cabecera del lago era ese camino. Tomó la mano y le siguió. Llegaron a la furgoneta, se montaron y recorrieron parte del camino de vuelta, pero pronto tomaron otra pista de tierra, girando a la derecha, hacia las montañas. “Llévame a casa Ernie, quiero ir a casa”. “No te preocupes, en la cabaña no nos molestará nadie, está aquí cerca”.
El
agente Newday tenía orden de visitar todas las cabañas de caza de
la zona del lago, y por ahora no había encontrado nada interesante.
La mayoría de ellas estaban aún tal y como el invierno las había
dejado, cubiertas de ramas; en otra encontró a una cuadrilla de
hombres retirando lodo y despejando el camino a otra cabaña. Tampoco
habían visto nada. Le quedaba una por visitar. Aparcó el coche y
encendió el walkie-talkie, camino arriba hacia la cabaña. A unos
metros encontró una ranchera, era la de los chicos del lago. Junto a
la puerta, en el suelo, estaba una mochila y un abrigo femenino
tirado. “Chicos, creo que tengo algo, voy a ver”, dijo
desenfundando la pistola. Se acercó sigilosamente. Junto a la
puerta, entornada, encontró unos zapatos y unas botas de campo.
Buscó una ventana lateral para echar un vistazo al interior. Al
girar la esquina de la cabaña, por la ventana, vio la piel desnuda
de una chica, y al acercarse la escena se fue completando. Allí
estaban los dos chicos, desnudos, abrazados y dormidos. Espero un
rato, para comprobar que ambos pechos se hinchaban por la
respiración. El chico estaba de lado, dándole la espalda, la chica
estaba más cerca de la ventana, y pudo observar todo su cuerpo,
desnudo, joven, pálido. Respiraba lentamente.
Marriet
caminaba de vuelta a casa, aturdida y asustada, pero sin poder creer
ninguna de las ideas que le pasaban por la cabeza. No había querido
intervenir en la conversación de la tienda, no serviría de nada,
esa gente opina sin saber, y un altercado con un vecino nunca es algo
bueno. Salió de la tienda con sus bolsas y cruzó la calle hasta
llegar a la plaza, que atravesó sin levantar la mirada del piso.
Llegó a la acera, y se disponía a cruzar de nuevo, ya había
adelantado un pie cuando el ruido estridente de una sirena le hizo
retroceder. Dos coches patrulla pasaron delante de ella, a toda
velocidad y con las sirenas puestas. El corazón le dio un vuelco en
ese momento y una de las bolsas se le deslizó de la mano y golpeó
el suelo.
“Newday,
déjalo. Ya está. Ven rápido, al apeadero de Simms, no tardes”
dijo una voz metálica y autoritaria a través del walkie talkie.
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