sábado, 11 de febrero de 2012

Infancia - arqueología de la memoria. (I)

Abordar la infancia se parece extrañamente a la mayor pesadilla de un arqueólogo. Si éstos tienen que trabajar con materiales fragmentarios y habitualmente fragmentados, con realidades atomizadas que conforman un mosaico del cual se han retirado, al azar, un alto porcentaje de las teselas; con el fin de intentar reconstruir y hacer inteligible una realidad pasada no conocida, aprovechando lo aprovechable de lo ya conocido por paralelismos, y desechando lo erróneo de lo ya escrito sobre lo pasado, las imágenes creadas a posteriori en base a falsas premisas o falsas consecuencias. Es decir, rehacer una memoria a medio fabricar en base a datos y artefactos incompletos, eliminando elementos falsos insertos añadidos con posterioridad.

Es el mismo reto el que afrontamos si queremos rehacer o reconstruir, rememorar y re-elaborar un relato sobre nuestra propia infancia. Como el arqueólogo, hemos de afrontar los relatos que ya conocemos, evaluarlos, estudiar la influencia de lo que nos han contado y detectar cómo han influido en nuestras memorias. De la misma manera hemos de abordar los efectos de nuestra infancia que nos han llegado, sabiendo que, aunque ahora nos parezcan importantes, al ser los únicos elementos materiales que conservamos veinte o treinta años después, hemos de evaluar su real importancia para nosotros entonces. ¿Es este gato de peluche importante por ser el único muñeco que ha pervivido hasta ahora, escondido en el altillo del armario, o es importante por lo importante que fue entonces? Mucho más traicioneras pueden resultar las fotografías. Miremos aquella en la que estamos sentados en las rodillas de nuestra abuela materna, que nos sujeta con un brazo sobre la barriga. El momento es entrañable, sin duda, y con tan solo mirar la fotografía, nos invade el recuerdo de ese calor, de ese cariño. Pero, evaluemos. ¿Es real ese recuerdo? se momento fijado en la fotografía, ¿corresponde con la realidad? ¿cuantas veces nos sentamos en las rodillas de nuestra abuela? en este caso, en realidad, pocas. La abuela era mayor, y los nietos que convivíamos con ella no la atosigábamos físicamente. Pero, entonces, ¿de donde surge ese recuerdo falso de calor y cariño? ¿es por completo falso? evidentemente, no.


Fuera llueve en un día gris, y esto se podría exportar, como paisaje de fondo, a la mayoría de las escenas que recuerdo de mi primera infancia. Veo las sillas que rodean la mesa del salón y las recuerdo altas como torres, tan altas, que me era especialmente difícil subir a ellas. Las teníamos repartidas en la familia. La silla que presidía, justo enfrente de la puerta del salón que daba al pasillo y más allá a la cocina, correspondía a mi padre, a su derecha nos sentábamos mi hermana mayor y yo, a su izquierda, la hermana intermedia y más cerca de la cocina, mi madre. Las mismas sillas eran las que teníamos asignadas casi para cualquier cosa. Y aquí aparece el recuerdo, construido a medias por la experiencia personal y el relato recibido y repetido durante años. Un ratón, que yo recuerdo minúsculo y extremadamente veloz, sale disparado, desde la cocina hacia el salón. Mi madre nos grita y nosotros nos subimos cada uno a nuestra silla. Era como estar protegido frente a esa minúscula amenaza, como estar en casa durante el juego de tu la llevas. Subido en esa silla, en esa alta torre, uno sentía que no podía pasar nada. El ratón se esconde debajo del mueble de la televisión, mi madre lo atosiga con la escoba, y al final el acoso acaba con la amenaza. El recuerdo y la repetición crean la sensación de un piso en el que las pequeñas amenazas eran continuas y se combatían trepando a las torres de las sillas.

Otro día gris, estamos viendo la televisión, aquella en blanco y negro, con dos canales que se conmutaban girando un pequeño mando y que había que resintonizar casi cada a diario. Comienza el recuerdo poco después de la cena, rompiéndose la rutina, las noticias parecen durar más de lo normal, mi madre nos habla menos, y nosotros, niños de apenas 4 o 6 años, detectamos, con el sentido más afilado que tenemos, la empatía, que se perderá con los años, un cierto nerviosismo en nuestra madre, lo cual es como decir que parte del suelo tiembla bajo nuestros pies mientras el mundo parece amenazar con desmoronarse. Estamos en el sofá, sentados y callados, algo pasa en la televisión, y vemos como nuestra madre nos dice que nos quedemos quietos en el sofá mientras se levanta y conecta una radio y nos trae una manta. Nos coloca en el sofá, con la ayuda de la hermana mayor, nos tapa con la manta y nos da gestos de cariño cortos y nerviosos. Nos dormimos a ratos, sabemos que es tarde sin saber que hora es, y a ratos estamos pendientes de nuestra madre, que mantiene una radio encendida y una televisión en la que la pantalla aparece negra, a pesar de estar encendida. Cuando suena el teléfono, mi madre se levanta de un salto y atiende la llamada. Las respuestas y las preguntas son cortas, pero apremiantes. No recuerdo ni una sola palabra de la conversación, pero a esas edad las palabras no son importantes. Cuando vuelve, nos mima de nuevo y nos dice que es papá, que nos quiere mucho y que no pasa nada. Obviamente, no entendemos nada, ya sabemos que papá nos quiere, nunca se duda de eso, no existe la posibilidad de que no sea así. Pasamos la noche en el sofá, o eso creemos recordar, hasta que en algún momento nuestra madre nos lleva a nuestras cama, pero esta noche no hay cuentos para dormir. Por la mañana no salimos de casa, mi madre nos deja dormir hasta tarde y desayunamos esta vez sin prisas, ella tampoco va a trabajar. Hay muchas llamadas de teléfono, todas con el mismo tono de preocupación, de respuestas cortas. Para nosotros es una mezcla de día de fiesta, de sábado sobrevenido, pero captamos esa cierta preocupación. La radio y la televisión siguen encendidas. De repente, sin saber por que, a mi madre se le escapa un suspiro, una sonrisa, y detectamos como el estado de nervios se alivia, nos llama, nos sienta de nuevo en el sofá, pero esta vez nos abraza a todos, y no deja de decirnos que ya está, que ya se ha acabado todo, que bien, ¿verdad? pero nosotros no sabemos ni que se ha acabado, ni por que ahora está todo bien igual que no acabábamos de saber que antes algo no iba bien. Mirad, es el Rey, miramos a la televisión y vemos el uniforme, pero seguimos sin entender nada. Únicamente recuerdo que me encantaron aquellos abrazos.





Tengo muchos recuerdos, pero sobre todo recuerdo la sensación de correr a la puerta cuando, cada cierto tiempo, sonaba la voz de mi padre entrando por ella y saludando con su "ya estoy aquí".  Ahora sé, por lo que nos han ido contando y lo que hemos ido asumiendo a lo largo del tiempo, que mi padre trabajaba fuera de la ciudad, y que pasaba, no siempre, pero si habitualmente, toda la semana fuera, volviendo normalmente los viernes para marcharse de nuevo los domingos. Pero el recuerdo propio y auténtico, el que se encuentra en el registro de mi memoria, no recoge esos días sin él, sino ese momento especial, que rompe la rutina del día a día, cuando su voz sonaba, para mí tronaba, en la puerta de casa.

Recuerdo andar, entre charcos y habitualmente bajo la lluvia, por las aceras de la ciudad, los tres hermanos, con nuestros abrigos comprados siempre grandes, crecederos, nuestras botas katiuskas, y de la mano de mi madre. A un lado, a la izquierda de mi madre, voy yo, con una mano sujetando la suya (el brazo bien estirado) y al otro mi hermana mayor, a la derecha de mi madre, mi hermana, la intermedia. Mi hermana mayor, tres años mayor, es otra fuente de seguridad, igual que las sillas del salón, igual que el abrazo de mi madre. Paramos en un semáforo, y sé que puedo atender tanto a mi madre como a ella para saber cuando andar. Cuando pasa una motocicleta, "motoreta" como le decía mi madre, y me asusto con el ruido, se que si me abrazo a mi hermana el ruido se irá pronto y me asustará menos. Sus besos también curan, si me caigo y me hago daño en las rodillas. También hay que hacerle caso cuando riñe, no tanto como a mi madre, y muchísimo menos que a mi padre, pero tiene razón.




Recuerdo un gran espacio abierto, rodeado de árboles, con suelo de tierra y normalmente, grandes charcos como océanos. En ese espacio, hay tres enormes columpios a los que me da miedo subirme, y también un tobogán como una montaña. Entre los árboles, un sauce llorón que con sus ramas que llegan hasta el suelo, crea un espacio cerrado, mágico, apartado, fuera de la realidad, donde casi no entra el sol ni la lluvia, donde el aire es verde y siempre fresco.

No recuerdo la sensación de familia, más allá de las fiestas, cuando viajábamos a reunirnos con tíos y primos que, entonces, eran casi desconocidos. Si alguna visita, siempre con regalos. Pero la familia era pequeña, mi madre, mis hermanas, y mi padre entrando por la puerta.

Están también las escaleras que nos llevaban a la casa de la amiga de mi hermana mayor, con una muñeca con coletas de las que podías tirar. Ella no me caía bien, se metía conmigo, no compartía los juguetes y siempre me hacía llorar. También recuerdo un prado con gaitas y una atracción de feria que giraba y giraba, de la que colgaban unas sillas atadas con cadenas donde se subían los niños y gritaban. Yo no paré de gritar cuando mis hermanas se subieron y aquella atracción no paraba de girar, alejando a mis hermanas de mi madre, alejándolas de mi, mientras la gente a mi alrededor me miraba y se reía de mi miedo. También recuerdo un bosque desde el cual se veía el mar, un juego de bolos de plástico, un mantel de cuadros, mi padre tocando la guitarra y mi madre repartiendo sandwiches. Recuerdo también, y es mío el recuerdo, por mucho que el relato se haya repetido mil veces, el día que extrañamente hacía sol y yo había recibido un estupendo chubasquero como regalo, recuerdo como me enfadé cuando me quisieron quitar el chubasquero, me recuerdo sentado en el ascensor, con los brazos cruzados, repitiendo una y otra vez "pues llueve".

Si que recuerdo, y es un recuerdo mío, no apropiado, un día en el que mi padre nos llevo a un edificio enorme, con mucha gente andando sin parar... ¡y trenes! muchos trenes que rugen, aceleran, frenan, abren sus puertas, las cierran, en un impresionante despliegue de elementos fantásticos y casi monstruosos para un niño de cuatro años. Mi padre me monta en un vagón, y sube muchas maletas, mis hermanas se sientan enfrente y mi madre a mi lado. Mi padre me señala un botón rojo, que está inalcanzable en el techo, y me dice que si le das ahí, el tren frena, se para, y viene el maquinista a ver que pasa. Cuando arranca, poco después, tengo ganas de ir al baño y le digo a mi madre que le dé al botón, que tengo pis y no sé donde está el baño, que venga el maquinista a decírmelo.

1 comentario:

  1. con ganas de una "arqueología de la memoria. (II)" y pensando inevitablemente en mi propia arqueología (I), claro. de esa edad donde las palabras no son importantes :-)
    Bsitos mu gordos!!

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