sábado, 26 de mayo de 2012

Pesadilla

(Publicado originalmente en Call Me Enric el 13 de Octubre de 2009)



La noche no había sido tranquila. El constante ruido de la lluvia golpeando los cristales, el viento silbando por las rendijas de las ventanas, y el complejo coro de crujidos de la madera de puertas y muebles le habían impedido conciliar un sueño profundo. Había sido consciente de que en la habitación de al lado se había encendido la luz un par de veces, también de haber oído voces susurrando una conversación ininteligible para el, al otro lado de la puerta. Aún no había llegado el invierno, pero la casa conservaba el frío acumulado durante las semanas, tal vez meses, que había permanecido cerrada, gracias a los anchos muros que le daban forma. Era una casa más avejentada que vieja, con casi un siglo de antigüedad, en la que aún se mantenían los frescos decorativos en el techo, a pesar de las continuas humedades en las zonas bajas de las paredes. Los techos altos, de casi 4 metros, y los muros anchos y con corazón de piedra la convertían en un perfecto campo estanco para la humedad y la temperatura en cuanto pasaban más de tres días sin que ningún huésped mantuviese el correcto ritmo de ventilación (ventanas, contraventanas y persianas cambiando de posición para captar el aire fresco de la mañana y la tarde en verano; cerradas excepto el mediodía para conservar el calor en invierno.

De todas formas, él tenía asociada la humedad en el aire y el entrar en las sábanas no frías, si no gélidas, y sentir el peso excesivo de las viejas y gruesas mantas, con un sentimiento tibiamente agradable, de serena tranquilidad. El mismo que sentía desde pequeño (sus recuerdos llegan hasta los 6 años aproximadamente), cuando se sentaba, callado, con un tazón de leche tibia, en la mesa en la que su abuela materna, la mayor de sus tías (ambas difuntas ya), el primo cura de su madre y, solo a veces su propia madre, se sentaban a media tarde para rezar el rosario. No se rezaba de forma sentenciosa ni solemne, si no como el que canturrea una canción, en este caso un susurrante coro, mientras juega con las cuentas del rosario entre los dedos. Siempre alguna de ellas dejaba el rosario, y seguía el ritmo del rezo mientras terminaba de zurcir algún calcetín descosido, alguna vez daban los responsos mientras repasaban cuentas de la casa, incluso una vez, siendo muy pequeño, recuerda haber visto a su abuela amasar croquetas, sin levantar la vista de la masa ni de la harina, entre misterios y ora pro nobis. Él nunca asoció esta costumbre, el rosario, como un acto de fé, si no más bien como una forma de llenar el silencio de una casa grande y vacía con un sonido familiar, protector, que entibia el aire frío que se colaba entre las rendijas de las ventanas descuadradas.

Pero de aquellos momentos en los que se fijaron en su memoria estas sensaciones de calma y protección habían pasado ya muchos años. La casa seguía vacía, seguía avejentándose año a año, más bien invierno a invierno. Muchos de los protagonistas de aquellas rutinas no volverían a pisarla, algunos fallecidos, enterrados en un cementerio no muy lejano, en el que la familia acumula recuerdos igualmente tibios entre aires fríos casi a cada paso que se dé entre las hileras de nichos, invariablemente detrás de las lápidas más sencillas entre todas (un nombre, dos fechas, un DEP y una cruz simple). Otros simplemente habían olvidado aquellos momentos, y la casa y el pueblo del que procede su familia se han convertido en meros conceptos sin realidad física, que se mencionan de vez en cuando. Otros simplemente vivían demasiado lejos.

Él pertenecía a la única rama de la familia que aún mantenía la costumbre de volver con relativa asiduidad a la casa, en principio por la cercanía, pero también por determinadas circunstancias, que dotaban al pueblo y a la casa de beneficios y comodidades frente a la ciudad donde residían. No comodidades físicas, si no ausencia de posibles causas de problemas.

No había dormido bien, y tenía la sensación de que no había sido el único en tener una noche intranquila. No había podido captar las breves voces que había oído susurrando en la habitación continua, donde dormía su madre, pero si cierto tono de preocupación; el mismo que le parecía captar en el abrir y cerrar de puertas, siempre lento, las puertas se encajan y no se abren fácilmente con la humedad, que terminó por sacarle del duermevela.

-”Enrique, ¿Enrique?”

Abrió los ojos, y tardó un momento en enfocar a través de la luz amarilla de bombilla antigua que se colaba por la puerta abierta. Pronto en el contraluz, y en la voz, reconoció a su madre.

-”Enrique, despierta. Despierta hijo, anda. Levantate, rápido, por favor”.

-”Ya voy, un momento” - respondió, mientras apartaba la cara de la luz, girando el cuerpo hacía el lado contrario.
-”Date prisa, por favor, es importante.”

La insistencia le hizo volverse de nuevo, y vió la cara de su madre, algo agitada, preocupada. También sus ojos, ya un poco más acostumbrados a la luz, le trasmitieron una nueva información, era temprano, por la ventana apenas se colaba la luz que habitualmente le despertaba, ya entrada la mañana.

-”¿Pasa algo?”
-”Anda, ven, date prisa.”

Se levantó, mientras su madre entornaba la puerta, discreta, al tiempo que él se vestía con el mismo pantalón y camiseta del día anterior.

-”Tu padre se ha dejado la televisión encendida, y ya sabes que a veces cierra la puerta con llave. Y mira que le hemos dicho que no lo haga, pero claro, ya tiene la costumbre, y no se le puede hacer cambiar.” - le explicaba mientras él se calzaba - “El caso es que no se le oye, con el volumen de la tele, ni los ronquidos. Y no contesta, debe estar dormido como un tronco, como siempre. Ya sabes que me pongo nerviosa con estas cosas. Anda, ve tú, abre y le despiertas. Pero de la tele no le digas nada, eso ya se lo digo yo. Que luego se enfada contigo y os peleais. Lo de la llave, también se lo digo yo. Pero ve, rápido y abre, ¿de acuerdo?”

Todo esto se lo iba diciendo mientras caminaban juntos primero por el despacho que había pertenecido a su abuelo, con muebles viejos, sillas con respaldos de cuero y una estantería de estilo art-decó llena de ejemplares del París-Match. Por el amplío pasillo que partía del vestíbulo, él iba pasándose las manos alternativamente por el cabello y por los ojos, restregándoselos. Hacía ya algunos años que su padre y su madre no dormían juntos, ni en su ciudad de residencia habitual, ni en la casa del pueblo. En ambas, su padre prefería tener una habitación para él, con su televisión, sus juegos y revistas de ajedrez, sus libros, en un constante desorden, mientras que su madre mantenía los dormitorios nupciales de ambas casas, siempre bien arreglados, con las camas tapadas por los juegos de sábanas y mantas de su abuela. Su padre habitualmente se dormía con la televisión o con la radio encendidas, y él ya estaba acostumbrado a pasar por la habitación del padre, cada noche, y al tiempo que apagaba el aparato, recogía las tazas de café vacías y ponía un cierto orden en el escritorio. Pero anoche no lo hizo. Llegó tarde, de un viaje, había pasado unos días lejos, oficialmente con unos amigos, aunque en realidad se había citado en un pequeño hotel con una antigua amante, para convertir lo que deberían haber sido unos días alegres de paseos, comidas en bonitos restaurantes, un encuentro amoroso más como recuerdo del pasado compartido que como una puerta a un futuro; en un fin de semana de reproches, de viejas deudas reclamadas, de desánimo, de noches sin dormir, fumando, repasando errores.

No apagó la televisión ni recogió las tazas vacías de su padre cuando llegó. De hecho, llegó lo suficientemente tarde como para ni siquiera saludarlo, si no dirigirse directamente a su habitación, dejar la maleta cerrada junto al armario, y entrar desnudo entre las sábanas para recuperar esa sensación de frío confort. Pero no lo consiguió, los reproches (propios y ajenos) pesaron más que la memoria de las sensaciones, y, junto al ruido de la lluvia y el crujir de los muebles, construyeron una noche de sueños intranquilos.

Desde el pasillo pasaron a la salita de estar, antigua cocina, donde la ventana sin visillos dejaba ver un patio barrido por una fuerte lluvia; y de allí a otro pequeño pasillo que llevaba a la habitación donde el padre se había instalado. La televisión se escuchaba desde el pasillo, y bajo la puerta y entre las rendijas se escapaban pequeños destellos.

-”Papá... ¿Papá?”
Golpeó la puerta suavemente.

-”Papá, soy yo, levantate, vamos, que te he preparado ya el café”
Volvió a golpear algo más fuerte.

-”Venga, levantate y abre la puerta... ¡Papá!... ¡Papá! ¡Abre! … ¡Abre de una vez!”
Poco a poco subió el tono de voz hasta terminar gritando de la forma que siempre hacía enfadar a su padre cuando lo tenía que despertar. Los golpes fueron cada vez más fuertes.

-”¡Venga, que ya es de día!” - Mintió mientras forcejeaba con la puerta, cada vez más nervioso.

Muchas veces, y sin motivo aparente, se habían encontrado con que su padre cerraba la habitación con llave, pese a que le habían insistido mil veces que no era prudente hacerlo. En la casa de la ciudad lo habían solucionado, cambiando todos los pomos de las puertas por otros sin cerrojos, pero aquí en el pueblo las puertas conservaban sus cerraduras. Forcejeó un momento, pero esta vez la puerta no estaba cerrada, tan solo oponía resistencia por la hinchazon de la madera causada por la humedad.

La puerta se abrió. Él entró, apagó la televisión al tiempo que encendía la luz. Su madre no se atrevía a asomar la cabeza aún. La cama quedaba escondida tras la puerta, así que no pudo ver que allí no había nadie dormido hasta que no cerró la puerta. No había nadie en la cama, que no estaba deshecha. Tardó un momento en darse cuenta de que a través de la ventana abierta entraban golpes de lluvia que encharcaban el suelo de la habitación.

-”Mamá, no está. Aquí no hay nadie, y la cama no está deshecha.”

Se miraron con desconcierto. Esperaban verle dormido, incluso esperaban oír los ronquidos desde el pasillo, y que si antes no se escuchaban, fuera a causa de una postura, un giro en la cama. Esperaban que alguien se despertase agitado al escuchar el ruido de la puerta abriéndose, quejándose y gruñendo, todavía dormido. Pero lo que no esperaban bajo ningún concepto era esa cama vacía y sin tocar. Seguían mirándose.

-“Mamá, ¿tu lo has oído levantarse o algo? ¿has oído la puerta? - rompió él el silencio.
-“No, hijo, no he oído nada.” - su madre respondía, pero en realidad le miraba con una cara asustada, pidiendo algo de seguridad, tal vez alguna idea que rompiese el desasosiego.

-“Bueno, vamos a ver. Vete a ver el los baños de dentro, yo voy a la cocina y al baño del patio, ah, y a los coches, ¿te acuerdas de aquella vez que se fue al coche, que había ido a escuchar la radio allí? Decía que se escuchaba mejor y se quedó encerrado con el cierre automático. Seguro que nos encontramos alguna taza de café y un cigarro en el sitio más insospechado” - Dijo él, simulando tranquilidad y seguridad, intentando convertir la situación en un juego.

Su madre aceptó el juego, esbozó una tibia sonrisa y empezó a recorrer la casa, mientras él, juego si o juego no, abrió la puerta del patio y salió a la lluvia. Era más fuerte de lo que parecía a través de la ventana de la cocina, más de lo que le había trasmitido el ruido durante la noche. Caían chuzos de punta, y antes de llegar al pequeño cuarto de baño que había en una esquina del patio ya estaba completamente empapado por una lluvia fría, compuesta por gruesos goterones que caían a plomo sobre el suelo de barro del patio y sobre su cabeza y su escasa camiseta. Forcejeó con la puerta del baño, que al final se abrió con un quejido, pero dentro tampoco había nadie. Recorrió de nuevo el patio, con el agua ya dentro de los zapatos, camino del pequeño corral donde aparcaban los coches. En el corral el suelo de piedras, entre las cuales crecía una vegetación fruto del descuido, resbalaba, y tuvo que contener su creciente impaciencia para evitar caer. No había nadie dentro de los coches. Permaneció parado en mitad de la lluvia, pensando dónde se podía encontrar su padre. Alguna vez antes se había desorientado durante una tarde, y habían terminado encontrándolo dando vueltas en el doblado, así que se dirigió hacía la casa, buscando a su madre. La encontró cerrando habitaciones después de comprobar que no había nadie en ninguna de ellas.

-”¡Ay, hijo! Aquí no hay nadie..” - el desconcierto había dado paso al nerviosismo, y ahora se encontraba bastante alarmada. La madre era una mujer que si bien había tenido siempre una personalidad estable, incluso fuerte, desarrollando una sólida carrera en la administración durante su vida profesional, pero a la que los años le habían hecho llegar un punto de inseguridad, que le hacía refugiarse en sus hijos.
-”No te preocupes. Mira, hazme un café, y ahora pensamos, ¿vale?” - Mantenía aún el tono tranquilizador, y mientras hablaba puso las manos en los hombros de su madre. Ella era considerablemente más baja que él, así que los ojos que empezaban a brillar le miraban desde abajo. Era en estos momentos en los que él se daba cuenta de cómo los años iban pasado por su madre, no solo por su padre. Cuando llegaba la declaración de impuestos, y ella no conseguía descifrarla, pese a haber dedicado su vida a gestionar miles de impresos como ese; cuando el coche se estropeaba, y le faltaban reflejos y decisión, y le daba miedo llevarlo ella al taller, por que no se iba a enterar de nada de lo que le explicase el mecánico. Con algunas cartas del banco. Con los médicos. A veces con su marido. En esas ocasiones, y cada vez más a menudo, el veía como el tiempo había transformado esos ojos, que ahora le miraban a él desde abajo, cuando él aún tenía la conciencia haber pasado más de media vida siendo él que llamaba a la madre, que acudía a levantarlo del cuelo cuando se caía, a consolarlo con algún suspenso injusto, a prestarle algo de dinero cuando no le iba bien. Aún se le hacía difícil asumir que ahora él era la persona fuerte, la que consolaba y arreglaba, la que solucionaba y conseguía. Siempre una parte de su cabeza luchaba, e intentaba hacer que su madre se mantuviera activa y con capacidad de decisión, no hacía tanto tiempo que se había jubilado, no hacía tanto tiempo desde que ella sola gestionaba un departamento. Pero siempre terminaba ganando una parte menos racional de él que asumía ese rol de protector, siempre terminaba usando ese tono de voz tranquilizador y hasta un poco bromista, mientras le ponía las manos en los hombros - “Mientras lo preparas, yo subo al doblado.”

Subió las escaleras tranquilamente, pero terminó subiéndolas a saltos, de tres en tres escalones. Recorrió las estancias del doblado, segunda planta con la misma superficie que la planta principal, pero con diferente distribución. Este doblado se había utilizado como almacén de grano, secadero de embutidos y trastero, y ahora la mayor parte de las dependencias permanecían vacías, con el suelo antiguo y el techo de vigas de madera. En algunas habitaciones se habían acumulado algunos trastos, testigos de otra época, como tinajas, baños de latón, algún reclinatorio, e incluso dos lápidas. Otras estancias se llenaban con restos de mudanzas, con cajas llenas de libros, vajillas y otros enseres, fruto de los traslados de casi todos los miembros de la familia, que habían utilizado la casa como guardamuebles. Pero allí tampoco había nadie. Faltaban algunos cristales de las ventanas allí arriba, y esto hacía que las corrientes más fuertes le revolviesen el pelo aún mojado. Y el frío se le metió en el cuerpo. ¿Dónde estaba? ¿Dónde demonios se había metido su padre?. No se había quedado dormido en otra habitación, algo relativamente normal. Ninguna puerta le había jugado una mala pasada, no estaba accidentalmente encerrado ni en los baños ni en los coches. No estaba dando vueltas, mirando entre las cajas de las mudanzas, con la escusa de buscar un no-se-qué suyo que no veía hace años. Ni si quiera se lo había encontrado desorientado, casi sin saber quién le hablaba y le cogía de las manos y le llevaba de vuelta al sofá desde el corral, o bien desde uno de los trasteros. No. Esta vez no estaba en casa.

No paraba de darle vueltas a la cabeza, barajando opciones, pensando de forma desordenada, mientras bajaba los escalones, de vuelta a la cocina, donde su madre le esperaba con un café ya preparado y las manos temblorosas.

-”Bueno, no está en casa. Pensemos despacio ahora cinco minutos, y vamos a ver, seguro que caemos en la cuenta de algo, y ya está. Dame el café” - Su madre asentía pero no contestaba.

-”Ayer, por la tarde, ¿que hizo? Durmió la siesta, ¿verdad?” - su madre asintió otra vez, mientras él daba sorbos al café. - “y después, se fue a la partida, ¿dijo algo especial?”

-”Nada, salió, no quiso llevarse el paraguas, y mira que le insistí, se habrá calado. Por que ayer ya llovía aquí, no ha parado.” - contestó la madre.

-”Y después de la partida, ¿volvió a casa?”

-”No... espera, si, se asomó a la puerta y me dijo algo de un partido, pero yo no le entendí. Al escucharle pensé que ya entraba y que pasaba a su habitación. Luego, más tarde, como no se quejó por la cena ni nada, pensé que estaba fuera con eso, algún partido o algo. Luego yo me metí en la cama y no caí en la cuenta si estaba o no. Ya sabes que se encierra en su habitación y pasa horas sin salir ni decir nada. Solo se oye el ruido de la tele.”

-”Bueno, mira, vamos a hacer una cosa, voy a subir, que el mesón ya estará abierto para los cazadores y los hombres del campo, y allí pregunto. Tu llama a las tías y preguntales. Y te quedas en casa, con la puerta abierta, sentada en el brasero, y sobre todo tranquila. Que ya verás como en un momento se soluciona todo. Seguro que se nos pasa algo por alto. ¿Tienes el móvil? Enciendelo y tenlo a mano.”

El pasó por su habitación, abrió la maleta y se puso un jersey. Cogió su teléfono móvil y las llaves y se fue hacia la puerta.

-”¡Y no te muevas de aquí! Ahora vuelvo.”

Subió la cuesta que le llevaba hacia la plaza del pueblo. Seguía lloviendo a mares y el sol no daba pistas de su presencia en el cielo. Era temprano, apenas había luz, y las farolas solo servían para ver las enormes gotas de agua que caían de unos negros nubarrones. En la plaza apenas había actividad. Algún coche viejo y destartalado pugnaba por arrancar, probablemente para ir a alguna parcela de olivos a través de caminos embarrados. Atravesó la plaza, rodeó la vieja iglesia y llegó al mesón donde se daban cita los cazadores y los campesinos más madrugadores, para tomar un café caliente y un vaso de cazalla antes de comenzar la jornada. Ese mesón era el mismo bar donde los hombres se reunían por las tardes para echar la partida de mus o de tute subastado mientras las mujeres cuidaban niños o iban a misa; más tarde, era el único bar donde la televisión era lo suficientemente grande como para que se llenase la sala de sillas para ver el partido, fueran quien fuesen los equipos que lo disputasen. Allí solía ir su padre los ratos en que salía de su habitación, allí tenía su partida, los amigos con los que discutía y se enfadaba a diario, allí siempre defendía al equipo que menos seguidores tuviese cuando había partido. Y allí compraba y fumaba el tabaco que tenía prohibido, y que había dado lugar a las discusiones más serias con su hijo. También la cerveza que bebía allí la tenía prohibida.

Entró en el bar y pidió otro café mientras restregaba los pies en el felpudo de la entrada. No le apreciaban en el bar y lo sabía. Todos lo conocían, y lo que no estaban de acuerdo con las prohibiciones del tabaco y el alcohol se lo recriminaban cada vez que iba a buscar a su padre al mesón. “Desde cuando un hijo le dice a su padre lo que tiene que hacer.” “¿Tu quién te crees que eres para hablarle así a tu padre delante de sus amigos?”. “Déjale que haga lo que quiera, hombre, que disfrute de su cigarrito y de su caña”. También estaban los que en silencio le reprochaban que le dejase salir, que no lo tuviera en casa, controlado.

Bebió el café despacio, a sorbos, hervía. Respiró hondo y pregunto si habían visto a su padre esta mañana temprano. Alguno de los clientes se giró y le dio la espalda. “No, esta mañana no ha pasado por aquí”-le contestó el camarero. “¿y anoche? ¿cuando se fue de aquí?”. Se mantuvo el silencio durante un momento. Las caras duras y curtidas de los que aún le atendían le miraban y le juzgaban. Todos entendían que algo había pasado esta noche. “Yo no estuve, anoche trabajó mi hijo” - contesto serio el camarero. “¿y alguno de ustedes lo vio? Creo que vino a ver el partido, ¿alguien lo vio salir?” - Tras otro silencio incómodo alguien contestó desde una mesa -”Si, estuvo aquí viendo el partido y animando al X, ya ves tu, en este bar y animando al X, tocando las narices. Y se quedó un rato bebiendo sus cañitas y fumando sus cigarritos. Si, y yo le dí tabaco cuando se le acabó el suyo. Y mira que se fue tarde, ¿eh? Y cuando se fue, si es que acaso te interesa, se fue para el bar de abajo, a comprar más tabaco, que aquí no quedaba. Y seguro que se tomó todas las cañas que no le dejáis tomar en el hospital ese que tenéis montado en la casa de las viudas” - Mientras contestaba, el hombre se levantó, y se le iba acercando lentamente. Él sacó una moneda del bolsillo y la dejó en la barra, el camarero asintió serio. -“Gracias, solo preguntaba por si lo habían visto. Perdone.” - dijo mientras se giraba y se dirigía hacia la puerta sin mirar a los ojos al hombre que le había contestado. -”Ni para cuidar a su padre ni para mirar a los ojos tiene éste huevos.” - Escuchó mientras salía del bar.

Seguía diluviando, y el sol seguía empeñado en no salir, y las calles seguían desiertas, pues con la lluvia, las mujeres que salían a comprar a la plaza se quedaban en los zaguanes esperando a ver si escampaba. Solo algún hombre, con una capa sobre los hombros y a lomo de algún mulo trasquilado atravesaba el pueblo. Volvió a rodear la iglesia, atravesó la plaza y bajó por las calles que descendían la ladera hacía la carretera general. En esa dirección, en las últimas casas del pueblo, se encontraba el bar de abajo. En realidad apenas era un bar, salvo por un metro y medio de barra con un grifo tirador de cerveza, el resto no era más que una sala amplia con unas mesas, incluso algún sofá, sin televisor. Allí servían únicamente vinos del pueblo en garrafas y licores de fabricación casera, además de la cerveza y tabaco a escondidas. Las malas lenguas decían que algunos días se jugaban partidas de cartas y de dados donde los hombres se jugaban arrobas de vino, cabezas de ganado y los mulos y caballos. Cuando llegó, estaba cerrado y nadie respondía. Llamó durante un rato, golpeó la puerta con todo el nervio que tenía acumulado. Golpeó la puerta con las ganas que tenía de haber golpeado a aquel hombre del mesón, las ganas de haber golpeado a tanta gente que no le había comprendido en estos últimos años. Con tanta rabia como le gustaría que le hubieran golpeado al salir del hotel, ayer por la tarde, después de hacer imposible cualquier posibilidad de entendimiento con la antigua amante. Con las ganas de hacerse tanto daño en la mano contra aquella puerta de madera seca, como daño había hecho él a la antigua amante, y no solo a ella, si no a tanta gente durante aquellos últimos años. Tanto daño como dolor llevaba el recibiendo y repartiendo por igual durante estos últimos siete años.

Al rato una cabeza asomó por un ventanuco en la casa de enfrente. Una mujer, con la cara cruzada de arrugas y el pelo tapado con un pañuelo le miraba con cara de desaprobación.

-“¡Que pasa! ¡a qué tanto escándalo!” - gritó.

-”Señora.. señora, perdone. Mire, me puede ¿ayudar?”

-”¡Deje los golpes! Que es temprano y parece que vaya a matar a alguien.” - la señora se escondió y cerró el ventanuco.

Él seguía inmóvil en la mitad de la calle, bajo la lluvia, con el jersey completamente empapado y el pelo revuelto. Los pies los tenía metidos justo en la escorrentía de la calle, y el agua le mojaba los bajos del pantalón. Bajó la mirada hacía el suelo, sin ver. Poco a poco, fue consciente del frío que tenía, de que su madre seguía en casa, esperándole, probablemente llorando de nerviosismo. Fue consciente también de la escorrentía y de sus pies, y dio un paso hacia delante, para salir de la corriente. Levantó la mirada y se encontró con una pequeña casucha, con las paredes irregulares y mal caleada, la misma casa del ventanuco. Miró la puerta, sin timbre ni aldaba, solo una viejísima cerradura. De repente, la puerta vibró y giró quejándose sobre los goznes, dejando ver a una señora vestida con un traje negro raído, con un delantal de cuadros azules y blando, encorvada, menuda y con el pañuelo tapando no solo el pelo, si no también parte de la cara.

-”¿Qué le pasa a usted con los golpes? ¿qué le deben algo? ¿busca a alguien? Mire que si trae problemas ya se puede ir, que de esos tenemos muchos aquí.”

-”No se preocupe, solo busco a alguien que me diga si mi padre pasó anoche por aquí. Es un señor viejo, canoso, con gafas...”

-”Pues ayer imposible, que el lupanar ese estaba cerrado, a Dios gracias. Que al Miguel el Turra ese se lo llevaron para el hospital, y que no salga quiera Dios. Así que, ayer, nadie.” - Sentenció la señora.

-”Gracias, gracias, tenga usted un buen día” - la congoja le subía por el cuello, por la garganta, y le ardían las orejas, los ojos, las cejas. Mientras tanto, la señora entró en su casa y cerró con estrépito la puerta.

Seguía inmóvil, impotente, como tantas otras veces, la lluvia no aflojaba, y el sol apenas arrojaba algún rayo horizontal por debajo de los nubarrones. No tenía idea de que hora sería. No tenía idea de por donde seguir. Escuchó el crujir de madera del ventanuco al abrirse, y sin asomarse, la misma vieja dijo:

-“Mire que estaba cerrado, pero ayer tarde, me pareció que alguien pasaba, y mira que llovia. Pero si, alguien pasó. Yo ya estoy muy sorda y muy vieja. Pero por vieja, no duermo, y me paso aquí el día y la noche, cuando no cocino o como, miro por la ventana, pero no veo nada, como que con esta silla y mi espalda doblada no llego a mirar para abajo y no veo la calle ni el bar ese de desgraciados que no paran de gritar y jurar y blasfemar. Pero oigo y rezo, y mientras oigo, rezo por esas almas del demonio, que se los lleve de una vez o que el Señor los encamine para otra parte. Y mientras rezo, oigo. Y aunque esté sorda por vieja, como paso tanto tiempo, reconozco todos los ruidos que esos marranos hacen, y todos los que hay en esta parte del pueblo. Las ratas, no las del bar, las de verdad, mientras roen, a esas, también las oigo. Y los perros, que ladran y se aparean en cualquier lado. Y los gatos que se pelean. Y los pasos que se pierden en ese bar, y los que siguen de largo. Y no, no me digas como era tu padre, que no lo vi. Que desde aquí no veo nada. Que no se si es alto bajo, gordo o canoso, ni si tiene gafas o no. Que tampoco sé ni quiero saber por que lo buscas o por qué se fue. Allá tú y allá el, y allá el Señor con los pecados de cada uno. Que cada uno lleva sus pasos por donde puede, por donde quiere o por donde le dejan. Que yo a mi Venancio no le dejé, que el Señor no quería, pero que él, erre que erre, se dejó los cuartos en ese bar de ahí, si si, en ese que aporreabas. Y los cuartos, y la salud, y las cabras, y al final que no se que perro del demonio le vino a buscar por unas deudas de juego o de cualquier otro pecado. Y aquí me lo dejó, en la puerta de mi casa, aquí, donde estás tú de pie como un pasmarote. Aquí, desangrado. Y yo llevo veintisiete años viviendo con cuatro perras y las sobras que me trae el párroco desde entonces, y lo único que puedo hacer es rezar por esos malos animales que no tienen alma ni sesera, que el Señor haga lo que le plazca con ellos. El Señor o el Demonio. Y si, oí a alguien pasar, que buscaba tabaco iba diciendo, y mira que era tarde, y que como el bar estaba cerrado, que se iba para la gasolinera. Mira tu que ideas. Y que no me cuentes nada, que no quiero saberlo. ¡Ahí con Dios!”.

El ventanuco se cerró de un golpe seco.

Y pasaron unos segundos en los que nada pasó.

Y de repente, echó a correr calle abajo, sin pensar en la escorrentía, en el suelo de piedras, en la pendiente de la calle, ni en el fuego que le subía por el cuello hasta las sienes. Y resbaló y se cayó tres o cuatro veces, y rodó por el suelo, pero siguió corriendo. Salió del pueblo por la carretera local, recorrió las curvas de la era, las del molino. Pasó por la finca del tío Pedro, que era tío de su madre. Y siguió corriendo mientras rompía a llorar, pero en el fondo daba igual, pues estaba tan empapado que no se distinguían lágrimas de gotas de lluvia. Y mientras recorría los tres mil metros que había hasta el cruce con la carretera general, lloraba, lloraba y gritaba hasta pensar que le sangraba la garganta por dentro.

Llegó a la gasolinera, que llevaba tres años y medio cerrada, sin vender tabaco ni gasolina. Y apenas veía nada.

-“¡Papa! …. ¡Padre!”- gritaba con los pulmones en la garganta. Era la primera vez que le llamaba así, padre, y lo repitió varias voces, mientras perdía las fuerzas y el resuello. No parecía haber nada aparte de el desorden y la dejadez y el abandono normal en un edificio cerrado en mitad de la nada durante años. Otra vez bajo la mirada, con las manos en las rodillas, recuperando el aire, sin dejar de llorar ni de llamar a su padre, “padre”.

Algo le alertó por el rabillo del ojo, un bulto se movió, gruñó. Levantó la mirada y se acercó a saltos. Su padre, envuelto en el viejo abrigo verde, sucio y empapado se incorporó. Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared del lateral de la gasolinera, donde estaba la puerta cerrada del baño. Se acercó, terminó de ayudarle a incorporarse. Le cogió la cara entre las dos manos, y le miró a los ojos a través de las gafas sucias. Tenía las pupilas dilatadas y no fijaba la mirada. No le reconoció. Las manos se le caían, igual que un lateral de la boca. Igual que la primera vez, hace siete años, hace ya siete años. También igual que la otra vez, hace ya solo dos y medio, pero eso fue en verano, y él estaba fuera, muy lejos trabajando, y no estuvo allí. Le llamó por su nombre, que era el mismo para los dos. Le pellizco las palmas de las manos. Llegó a abofetearle suavemente. Apenas respondía. Le tocó la frente. Tenía fiebre. Buscó el móvil en el bolsillo y comenzó a marcar el 112.

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El viento seguía azotando las ventanas y las persianas. Fuera se oían las hojas de las palmeras agitarse. Se despertó sobresaltado. Miró el reloj. Las 5:37. Encendió la luz y miró al techo, al suelo, a las paredes. Recordó donde estaba. En El Ejido, y aún quedaban dos horas y media para su primera clase del día, pero ésta era ya la segunda pesadilla de la noche.

1 comentario:

  1. Impresionante. Es de los que más me ha enganchado. No sé si sigues escribiendo, pero deberías hacerlo. Me ha conmovido muchísimo.

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